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Wednesday, October 26, 2016

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

El historiador Christopher Clark desmonta en su nuevo ensayo la falacia sobre la que se cimentó la erradicación de Prusia del mapa y cómo su identificación con el nazismo se corresponde más con prejuicios que con hechos

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Alemania Historia Rusia

Moneda con la efigie de Juan Zápolya sentado en el trono de Hungría
Cultura La crueldad sin límites de Juan Zápolya

24 de octubre de 2016. 04:34h David Solar.

Federico Guillermo Víctor, Augusto Ernesto, último príncipe de Reino Unido de Prusia y Alemania
Voltaire, amigo de Federico el Grande, escribía a mediados del siglo XVIII: «Sería útil explicar cómo Brandemburgo, un país arenoso, ha acumulado tanto poder que contra él se han levantado fuerzas más poderosas que las coaligadas contra Luis XIV». A la sazón, Federico II de Prusia combatía contra la coalición de Rusia, Francia, Austria y Suecia en la Guerra de los Siete años (1756-63). Se comprende el asombro de Voltaire: viajeros posteriores se referían a Prusia como «zona arenosa, llana, cenagosa, baldía» o «vasta región de arena desnuda y abrasadora; aldeas, pocas y alejadas entre sí y bosques de abetos raquíticos...». Partiendo de bases tan pobres, los Hohenzollern crearon allí un poderoso reino que se enfrentó a grandes alianzas impotentes para cortar las alas al águila prusiana.

La clave, según sus defensores, fue el trabajo, la administración austera, honesta y eficaz, la educación nacional avanzada (el país más alfabetizado del mundo en el siglo XIX), un código civil moderno y progresista, los políticos desinteresados, la tolerancia religiosa e ideológica, un ejército nacional disciplinado y bien adiestrado, una moderna escuela de guerra... Con esos mimbres Federico II y sus sucesores convirtieron Prusia en el reino germano más poderoso, cosecharon victorias militares asombrosas y unificaron Alemania.

Sus detractores sólo ven autoritarismo, servilismo, militarismo, «pestilencia recurrente» (Chur-chill), caldo de cultivo para la muerte de la democracia y el triunfo del nazismo. Tal opinión, dominante entre los vencedores de la II Guerra Mundial, provocó la Ley nº 46 del Consejo de Control Aliado (25/2/ 1947) por la que «El estado prusiano, junto con su Gobierno central y todos sus organismos, queda abolido». En adelante, Prusia sólo perviviría en la Historia, como Cartago o Esparta.

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

Convirtieron a Prusia en un chivo expiatorio apropiado para explicar la I y II Guerras Mundiales. En 1947 era cómodo decir: «Prusia fue la perdición de la Alemania Moderna y de la Historia Europea» porque buena parte de su territorio ya formaba parte de Polonia; su núcleo original –Brandemburgo– y territorios limítrofes constituían la Alemania del Este, bajo ocupación soviética, y en los territorios del Oeste, administrados por EE UU, Gran Bretaña y Francia, nadie se erigiría en defensor del cadáver e, incluso, a la mayoría de los alemanes les interesaba, sacudiéndose así las responsabilidades nazis que pudieran corresponderles.

Barrer de un plumazo

Siete décadas después, Chris Topher Clark, un historiador australiano profesor en Cambridge, ha publicado «El reino de hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1747» (La Esfera de los libros, Madrid, 2016), un libro tan bien documentado como valiente, que desmonta la falacia sobre la que se basó la erradicación de Prusia del mapa de las naciones. Uno de los caballos de batalla de Clark en esta obra es que «Prusia era un estado europeo mucho antes de que se convirtiera en un estado alemán. Alemania no fue una realización de Prusia, sino su ruina».

En el ocaso medieval, Brandemburgo era una región inhóspita, cuyas tierras apenas producían una cosecha cada cinco años, carecía de fronteras naturales, de materias primas explotables, de acceso al mar..., pero contaba con algo que la hacía codiciable: su señor era uno de los siete electores del emperador del Sacro Imperio romano germánico. En 1417, el Emperador Segismundo se lo vendió a Federico Hohenzollern, señor de Núremberg, agradeciéndole los servicios prestados en sus guerras contra los turcos y en su consagración imperial.

Durante los dos siglos siguientes, los margraves (marqueses) de Brandemburgo acrecentaron sus posesiones con matrimonios y alianzas, gobernándolas desde Berlín, una pequeña ciudad con apenas diez mil habitantes, pronto sustituida por Königsberg, histórica ciudad báltica que fue capital entre 1525 y 1701.

Enfermeras ayudando a soldados germanos en Allenstein

Personaje determinante entre los Hohenzollern fue Federico Guillermo (1620-1688), al que su bisnieto, Federico El Grande, atribuía las «sólidas bases del reinado»: sometió a los estados, que se consideraban súbditos del elector pero sin vínculos entre ellos, generalizó los impuestos, pacificó a los bandos religiosos y fundó de un ejército permanente, eliminando las milicias. En su lecho de muerte decía: «Todos conocen el desorden del país cuando comencé mi reinado. Lo he mejorado con la ayuda de Dios. Hoy soy respetado por mis amigos y temido por mis enemigos».

Su hijo Federico III (1657-1688) aprovechó la situación internacional y su madurez administrativa y para pasar de margrave (1688-1701) a rey de Prusia (1701-1713), con el nombre de Federico I, reconociéndole el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y de Austria a cambio de su apoyo militar en la guerra de Sucesión de España, en favor de las pretensiones del archiduque Carlos y en contra de los intereses de Felipe V. La Historia le recuerda por la conversión del margravato en reino por el nombre de Prusia, originario de una nación báltica, vecina a Lituania y ya desaparecida; por el establecimiento de Berlín como capital y por el boato de su corte, lo que contribuyó a su prestigio internacional.

«El rey sargento»

Su heredero, Federico Guillermo I (1688-1740), fue todo lo contrario: en vez de afable, brusco y desabrido; en vez de generoso, avaro; en vez de derrochador, administrador estricto; en vez de disfrutar con artes y letras, sólo era feliz con el ejército, al que llevó de 40.000 a 80.000 hombres, procedentes de reclutamiento obligatorio. Le llamaron «El rey sargento», y le ha sobrevivido su fama de violento y melancólico, pero fue, también, el artífice de la reforma agraria y del saneamiento de 65.000 hectáreas de marismas, de la supresión de los privilegios fiscales nobiliarios, de una administración eficaz y honesta. Se le recuerda por su ejército, tan desproporcionado como bien adiestrado y mandado, pero se olvida que durante su reinado Prusia no acometió aventuras exteriores y que se dedicó a crear las estructuras sobre las que se desarrollaría el país.

Uno de los «culebrones» en la joven Prusia fueron las relaciones entre el rey y su heredero, el príncipe Federico (1712-1786). Al rey Sargento le enfurecía que su hijo se cayera continuamente del caballo o temblara ante el fuego de la mosquetería y que sólo le interesara la poesía, la literatura francesa y la música; que en vez de cultivar la esgrima dedicara horas a tocar la flauta o que le atrajeran más los guapos oficiales de la guardia que las muchachas de palacio. Combatió tales inclinaciones a bofetadas y, ante un intento de abandonar clandestinamente Prusia, le metió en la cárcel y le obligó a contemplar la decapitación de su cómplice.

Soldados tomando café en Lotzen (al este de Prusia)

No podía imaginar que aquella calamidad de hijo fuera a convertirse en el Marte del siglo XVIII, vencedor en las dos guerras de Silesia y artífice de un milagroso acuerdo en la Guerra de los Siete Años; sus victorias admiraron al propio Napoleón, aunque a él le complaciera más el sobrenombre de rey Filósofo y la lisonja que le dedicó el gran filósofo Immanuel Kant, su compatriota y contemporáneo: «La era de la ilustración» es sinónimo de «la era de Federico». Pero la Historia le recuerda como el caudillo del gran ejército de la época con el que duplicó la extensión de Prusia convirtiéndola en el primero de los estados alemanes. Y sería su victoria en Silesia el gran argumento para calificar Prusia de estado agresor, olvidando interesadamente que ése era el signo de los tiempos: como Austria en los Balcanes, Inglaterra en Gibraltar, Francia en Bélgica, las potencias coloniales en la destrucción de reinos africanos y asiáticos para apoderarse de sus territorios y recursos, Rusia en Polonia, Estados Unidos en México y en los territorios de los pieles rojas. Tras las guerras napoleónicas se encerró a Bonaparte en Santa Helena, pero no se produjo el disparate de abolir Francia, como se hizo con Prusia en 1947.
El taconeo de los oficiales dandies

La identificación de Prusia y nazismo se corresponde más con los prejuicios que con los hechos. El premier británico, Churchill, hablaba del «terrible ataque de la máquina de guerra nazi con sus oficiales prusianos, esos dandies con sus sonidos metálicos y su taconeo»; su segundo, Atlee, opinaba que «el verdadero elemento agresivo de la sociedad alemana eran los junkers prusianos». Pero Prusia tenía el más democrático de los «landtag» (parlamento), pero fue disuelto por los nazis con el apoyo conservador. La cúpula dirigente nazi no era prusiana. Tampoco lo eran los militares. Hitler odiaba a los junkers (nobleza terrateniente prusiana) y a sus generales. Y si se unieron al nazismo esperando la recuperación alemana y la revancha de 1918, también fueron los más comprometidos en el atentado de Von Stauffenberg (1944), eliminado en las represalias consiguientes, lo mismo que los generales Witzleben, Olbricht, Fromm, Fellgiebel y muchos otros prusianos, encabezados por medio centenar de junkers.

Source: La Razon (España)
http://www.larazon.es/cultura/prusia-el-chivo-expiatorio-de-alemania-HN13787264#.Ttt1NDybPZDCSEa

Sunday, February 28, 2016

El mito de la conspiración mundial judía

El judío es avaro, usurero, malvado en esencia, culpable de la muerte de Cristo y de un aspecto físico repulsivo, o al menos así lo describen los prejuicios que perduran hasta prácticamente nuestros días. Este pensamiento dañino nace poco después del propio cristianismo, sectas múltiples del judaísmo que acaban condenando sus orígenes por no entender que los demás judíos no reconocieran al Mesías en la figura de Jesús de Nazaret. Así, a medida que avanza la Edad Media el judío se convierte en un ser demonizado, un chivo expiatorio para todo tipo de desastres, sea una guerra o un brote de peste. Son bien conocidos los ataques populares a aljamas judías causando auténticas masacres, tanto en los reinos hispánicos como en comunidades árabes, no tratándose de un fenómeno aislado sino presente en gran parte de Europa. La Iglesia católica, lejos de auspiciar la paz interreligiosa, proclama la servidumbre del pueblo judío, y reitera a lo largo de los siglos la obligación de llevar señales distintivas. Algunos pensadores eclesiásticos no dudan en afirmar desde el púlpito, o desde obras de carácter culto, que los judíos ayudarían al Anticristo a su llegada, condenando así la humanidad.

Este odio tradicional es de carácter religioso, y al menos en la teoría desaparece con la conversión del individuo al cristianismo. Sin embargo, el antijudaísmo irá sufriendo notorios cambios con el nacimiento de la Ilustración y el ocaso del Antiguo Régimen. 1789 se configura, como en tantos otros aspectos, en un momento clave, puesto que se reconoce la libertad religiosa y con ello, la igualdad del pueblo judío. Mas, en la Francia revolucionaria existen numerosas voces conservadoras, especialmente de carácter eclesiástico, que repudian y temen los cambios asociados a la Revolución, y ya en fecha tan temprana como 1797 surge la primera noticia de una supuesta conspiración. Gracias al jesuita francés Augustín Barruel se difunde la idea de un gran complot, un tanto bizarro, conformado por templarios, masones, illuminati, ilustrados y poco después, también judíos, que habían promovido la Revolución Francesa.

La figura del judío se estaba convirtiendo nuevamente en culpable máximo de lo que para muchos era un desastre, la modernidad en sí misma. Símbolo de la aceptación, los judíos adquirieron los mismos derechos y deberes que cualquier francés, con la posibilidad de integrarse en la administración del Estado y participar de forma plena en la actividad económica. Esta tendencia se expande junto al ejército napoleónico y, de forma análoga, algunos conversadores difunden textos semejantes a los de Barruel que involucran al pueblo judío en un proyecto maligno para dominar el mundo. Estos escritos llegan con facilidad a Alemania durante todo el siglo XIX, donde tienen cierto éxito, pero son especialmente destacados en Rusia, cuyo antisemitismo estaba muy arraigado y sin encontrar censura por parte del Estado.

Sin ignorar la influencia recibida, en una Rusia que antes de la Revolución bolchevique contaba fácilmente con más de cinco millones de judíos en su seno, se crean nuevos textos incendiarios que fomentan el mito de la conspiración mundial judía. Claros ejemplos son la obra de Brafman, llamada El libro de la Kahal, en el cual mantiene la existencia de una organización secreta judía; o los escritos panfletarios de Hippolyte Lutostanski, quien afirma que los judíos practicaban asesinatos rituales. Resulta fácil observar cómo se combinan viejos prejuicios propios del cristianismo con un temor al judío como figura moderna, mezcla que es absorbida con avidez por la población rusa que vivía una situación socio-económica dramática a finales de siglo.

Edición francesa de los
Protocolos de los sabios de Sion.
Fuente.
Es durante esa última década del XIX cuando nace una obra tan influyente y letal como irracional: los Protocolos de los Sabios de Sión. Se trata de un escrito cuyo origen resulta confuso, si bien Norman Cohn lo sitúa en Francia entre los años 1897-1898, aunque la primera publicación conocida se da en San Petersburgo en el año 1903. Más que de un texto original, se trata de una falsificación de un libro satírico de Maurice Joly datado en 1864, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Parte del contenido original, una crítica al régimen de Napoleón III, había sido sustituido por el plan de aquel grupo de sabios judíos, siniestros y malvados, para dominar el mundo a través del oro y el liberalismo, así como una descripción de aquel reino nuevo cuyo fin último es esclavizar y convertir a la humanidad a la religión judaica. Una vez más, el judío es usurero y símbolo de la modernidad, sin ignorar que la masonería tendría un gran lugar en su confabulación.

Aunque el documento en sí era cuestionable y descabellado, se difundió de forma acelerada por Rusia y centroeuropa. Especialmente en el Imperio Ruso parecían existir numerosos grupos conservadores que fomentaban la publicación y expansión del panfleto. Tanto es así que la falsificación pudo haberse producido por miembros de la Ojrana, el cuerpo de policía secreto de la Rusia zarista. Esta divulgación llevó a la exacerbación del antisemitismo, suficiente para producir numerosos pogromos, estallidos de violencia popular contra la minoría judía, que causaba gran número de víctimas mortales. Era tal el grado de arraigo del odio, o quizás de la normalización del rechazo, que existían personajes que provocaban pogromos de forma cuasi profesional, los llamados pogromshchiki, que propagaban, entre otros muchos prejuicios, los rumores de rituales de sangre.

Es durante la propia Revolución rusa cuando los Protocolos llegan a la mayor parte de la población, circulando entre los soldados y calando hondo entre los del Ejército Blanco. Se produce en este contexto una dicotomía sumamente dura para los judíos rusos, ya que los partidarios de Ejército Blanco asumen una responsabilidad de la comunidad judía en el asesinato de la familia imperial, mientras que el Ejército Rojo, lejos de sentir simpatía por los judíos aunque sin una política abiertamente antisemita, participa en matanzas de la población judía. Más allá de las miles de muertes violentas que se producen en la Guerra Civil Rusa, nace ahora un nuevo y poderoso prejuicio que pronto llegaría al resto de Europa: la conspiración judeo-comunista.

Una vez finalizado el conflicto ruso, muchos de los blancos se ven obligados a huir. Entre los destinos predilectos de aquéllos hombres se encontraba Alemania, donde los rusos procuraron a toda costa difundir la conspiración judía, asociada al elemento soviético, para que las demás potencias europeas ayudaran a restablecer el orden. Fueron ex-miembros del Ejército Blanco los primeros en fomentar la publicación de los Protocolos en Alemania, alcanzando un éxito considerable. No obstante, aquel fenómeno se vería desbordado al finalizar la Primera Guerra Mundial y quedar Alemania humillada. ¿Cómo era posible que se hubiera perdido la guerra? ¿Quién era el culpable? Los judíos debían serlo, sin duda, o al menos así lo presentan numerosos libros que se editan en los primeros años tras el conflicto.

A esto le podemos añadir una corriente conservadora y nacionalista que comenzaba a triunfar en Alemania, conocida como völkisch, que reivindicaba la superioridad racial del pueblo alemán. Encontraba su apoyo en una población que anhelaba el reconocimiento tras la dura derrota, y no solamente entre las clases populares, sino que tuvo amplia difusión en la universidad y su élite intelectual. En este punto, el antijudaísmo religioso había derivado en un antisemitismo racial claro, influido en parte por el darwinismo social.

“El judío. Incitador de la guerra.
Prolongador de la guerra”. Fuente.
La conspiración mundial judía, aquel culmen perfecto de prejuicios, de rechazo religioso, de sentimientos raciales y conservadurismo político, viaja a cada extremo de Europa a través de los Protocolos de los Sabios de Sión. Según el país de publicación se suprimen unas partes o se añaden otras, adaptando el odio. En Gran Bretaña se suprimen las críticas británicas, de forma obvia; en Estados Unidos las críticas a la masonería se rellenan con una aversión al bolchevismo, pero es en la Alemania previa al ascenso de Hitler, y bajo el mandato del nazismo, donde esta idea alcanza su plenitud.

El judío es ya el máximo enemigo de Alemania, ensucia y pervierte la raza aria, y desde el Partido Nacionalsocialista se otorga credibilidad a la conspiración judía como a los Protocolos. El discurso es claro, el judío internacional ha manipulado las potencias europeas, posee el poder, ha traicionado a Alemania. Este proceso de propaganda resulta de vital importancia si tenemos en cuenta que ejerce un efecto distanciador, a nivel emocional, entre la población alemana y sus compatriotas judíos. En el momento en que comiencen las leyes restrictivas como Núremberg, por no hablar ya de las deportaciones masivas, existirá un silencio que en cierta parte se debe a décadas de publicaciones antisemitas que deshumanizan al judío.

Resultaría simplista explicar el Holocausto a través del mito de la conspiración mundial judía, puesto que se trata de uno de los fenómenos más complejos de la Historia, pero podemos afirmar que la difusión de esta creencia fomentó el pensamiento antisemita en gran parte de los sectores conservadores de Europa. Ha sido y es herramienta de manipulación y control de masas, pues a raíz de los enfrentamientos continuos en Oriente, especialmente el conflicto palestino-israelí, los Protocolos de los Sabios de Sión siguen tan vivos como en el siglo XIX, y con ello el odio y prejuicio generalizado hacia la comunidad judía, mucho más allá de las fronteras de Israel.

Bibliografía

-BEN-ITTO, Hadassa, ”The Lie That Wouldn’t Die: The Protocols of the Elders of Zion, Londres”, Portland, Oregon, 2005

-BRONNER, Stephen Eric, “A Rumor About the Jews: Reflections on Antisemitism and the Protocols of the Learned Elders of Zion”, Oxford, Oxford University Press, 2003.

-JOHN, Norman, “El mito de la conspiración judía mundial. Los protocolos de los Sabios de Sión”, Alianza Editorial, Madrid, 1983.

-MASON, Philip, “Warrant of Genocide: The Myth of the Jewish World-Conspiracy and the Protocols of the Elders of Zion. by Norman Cohn” En Man, New Series, Vol. 2, Septiembre 1967.

-TOTTEN, Samuel; JACOBS, S.L. (eds.), “Pioneers of the Genocide Studies. New Brunswick”, New Jersey, 2002.

Redactor: Sandra Suárez García
Graduada en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Docencia y Máster de Historia (EURAME) por la Universidad de Granada. Interés en historia medieval, la historia de las minorías y especialmente en estudios sobre la comunidad judía.

Source: Témpora Magazine de Historia (España)
http://www.temporamagazine.com/el-mito-de-la-conspiracion-mundial-judia/

Wednesday, February 17, 2016

Los engranajes del infierno nazi

Un libro revisita los campos de concentración, factorías del odio donde se exprimió y exterminó a millones de seres humanos

Jacinto Antón. 14 FEB 2016 - 00:00 CET
Los engranajes del infierno nazi
FOTOGALERÍA Factorías del horror

Escuchad, basura, ¿sabéis dónde estáis? Estáis en un campo de concentración. ¡Tenemos métodos propios! Tendréis ocasión de probarlos. Aquí no se vaguea, y nadie escapa. Los centinelas tienen instrucciones de disparar sin previo aviso a quien trate de fugarse. ¡Y contamos con la élite de las SS! Nuestros hombres son grandes tiradores”. Las palabras de bienvenida que brindaba a los presos el Standartenführer Hermann Baranowski, comandante de Dachau, son, sin duda, una introducción muy directa a lo que era un campo de concentración nazi.

En general, la expresión “campo de concentración nazi” concita un mundo de niebla y dolor compuesto de retales de violencia y espanto. Un universo desordenado de imágenes y lecturas impactantes, de testimonios reales y reconstrucciones desde la ficción. Una generación los descubrimos en las novelas de Leon Uris (Mila 18, Armagedón, QB VII), la serie de televisión Holocausto y La decisión de Sophie, otras en La lista de Schindler, La vida es bella o El niño del pijama de rayas.

El diario de Ana Frank; los libros de Primo Levi; La pasajera, de Andrzej Munk; Shoah, de Lanzmann; incluso la polémica El portero de noche, de Liliana Cavani…, son algunos de los muchísimos elementos que componen nuestra prismática visión de los campos, a la que no cesan de llegar nuevas aportaciones tan extravagantes como las recientes novelas La zona de interés, de Martin Amis, y En el paraíso, de Peter Matthiessen.

“No hay respuestas fáciles. no hay prisioneros típicos ni típicos guardianes. la historia de los campos es un cambio constante”

Algunos hemos tenido además el oscuro privilegio de visitar Auschwitz, contemplar los crematorios de Ravensbrück de la mano de la deportada Neus Català, enfrentarnos a las pilas de viejos zapatos de los gaseados en Majdanek y a las pesadas sombras de Sobibor, escuchar a Semprún una tarde hablar de Buchenwald, y a Imre Kertész, y a Gitta Sereny…, o ver el número tatuado en el antebrazo de David Galante mientras el superviviente de Birkenau describía quedamente la selección, las chimeneas y los fuegos. En ese caleidoscopio, en ese puzle de aflicción y crueldad cuesta tener una visión de conjunto, global, objetiva y científica.

Eso es lo que nos aporta ahora, más allá del familiar espectáculo de las zanjas rebosantes de cadáveres, los cuerpos enflaquecidos, el perfil de las torres y las cercas de alambre, los hornos y los guardias de la calavera, el historiador Nikolaus Wachsmann, autor de la monumental KL, Historia de los campos de concentración nazis (Crítica). En sus más de un millar de páginas –más de 300 de notas y bibliografía–, el autor recorre todos los campos de las SS desde sus orígenes hasta su final trazando una historia íntegra, completa, del sistema concentracionario. Desde la creación de Dachau, el primer campo, abierto en marzo de 1933, hasta la del de Dora-Mittelbau, el último, en otoño de 1944 (con sus dantescos túneles dedicados a la fabricación de la cohetería nazi), y las marchas de la muerte y la liberación. Una historia en la que escuchamos continuamente, entre los datos concisos, las voces de los presos y los guardianes, las víctimas y los verdugos, los perpetradores y los martirizados. Una de las cosas más notables del libro es precisamente que sin dejar nunca de ser un ensayo científico, cuantificador y esclarecedor, jamás es frío, sino que está lleno de nombres y caras y recorrido por un enorme sentido de la humanidad. Hay que alabar asimismo el magnífico pulso narrativo del autor, que contribuye a que la obra pueda conectar no solo con el especialista, sino con el gran público. Wachsmann destaca que los campos, “en los que se vivía un terror desenfrenado”, encarnan como ninguna otra institución del III Reich el espíritu del nazismo.

La cita con Nikolaus Wachsmann (Múnich, 1971) es en Londres, en cuya universidad enseña historia alemana moderna. En principio habíamos quedado en las salas de la exposición sobre el Holocausto en el Imperial War Museum, pero finalmente prefiere la mucho más sobria Wiener Library. Como tengo tiempo me acerco al primer destino. Nunca deja de conmoverme esa exhibición, probablemente la mejor plasmación en formato expositivo que se ha hecho nunca del genocidio judío (no en balde la asesoró el gran historiador especialista en el Holocausto David Cesarani, fallecido, por cierto, el pasado octubre). Es una visita dolorosa. Hay algunos elementos cuya visión es casi insoportable: la fotografía a gran tamaño de un soldado de los Einsatzgruppen a punto de disparar su pistola sobre un judío arrodillado ante una fosa común en Vinnitsa (Ucrania) que mira a la cámara; las imágenes de las excavadoras arrastrando cadáveres en Bergen-Belsen, la mesa de disección… Me siento a repasar el libro de Wachsmann frente a la gran maqueta blanca de Auschwitz que representa a escala la entrada de Birkenau, la plataforma de selección y, al extremo, las cámaras de gas y crematorios II y III en mayo de 1944 durante la llegada de un convoy de judíos húngaros, cuyo exterminio convirtió al campo en el epicentro de la Solución Final y lugar del mayor asesinato en masa de la historia moderna. Uno podría pasarse la vida ante ese horror en miniatura, tratando de entender.

La Wiener Library para el estudio del Holocausto y el genocidio, una de las colecciones más importantes del mundo de documentos sobre el tema, se encuentra en Russell Square, junto a los jardines, a tiro de piedra del British Museum. La colección fue fundada por el judío alemán Alfred Wiener y su material ayudó a llevar a los criminales nazis ante la justicia. En la recepción me encuentro con Wachsmann, sorprendentemente joven y vestido de manera tan informal que me hace sentir improcedentemente arreglado con mi americana. Nos instalamos en la biblioteca del primer piso, que aún no ha abierto al público, rodeados por paredes cubiertas de estanterías hasta el techo con libros sobre temas como la eutanasia y la doctrina racial, los crímenes de guerra, los guetos o las SS. Un gran ventanal da al parque en el que corretean ardillas grises. Gris Feldgrau, anoto mentalmente.

Le digo a Wachsmann que sorprende descubrir en su libro que en Auschwitz se exterminó a otras personas (prisioneros de guerra soviéticos) antes que a los judíos o que Dachau no era en su inicio un mal sitio, ¡hasta se permitían las visitas! “Al principio, pero en cuanto las SS se hicieron con el control las cosas empezaron a cambiar y la vejación y el maltrato se convirtieron en el sello del sistema; la muerte dejó de ser una excepción”. Al final morirían casi 40.000 presos en Dachau. En total, contabiliza el historiador, las SS instauraron 27 campos de concentración principales y otros 1.100 secundarios, una verdadera telaraña de sufrimiento y terror. No todos existieron al mismo tiempo, unos se abrían y otros se cerraban. Dachau fue el primero, y el único que estuvo siempre en funcionamiento. De los 2,3 millones de personas, hombres, mujeres y niños, que fueron a parar a los campos entre 1933 y 1945, 1,7 millones murieron allí, casi un millón de judíos, aunque también otras víctimas muchas veces olvidadas, recalca el historiador, como los marginados sociales, los homosexuales (que sufrieron especialmente por la brutal homofobia de las SS) o los gitanos (a los que también tenían gran ojeriza las SS: Höss, el comandante de Auschwitz, creía que habían intentado raptarlo de niño).

Liberación de un tren de la muerte de Bergen-
Belsen a su paso por las proximidades de
Magdeburgo el 13 de abril de 1945. ver fotogalería
¿Cuál era el propósito de los campos? “Obedecían a diferentes fines. Esencialmente eran parte de la red de terror de Estado que incluía los tribunales, la policía, las cárceles o los guetos. El KL [Konzentrationslager, campo de concentración en alemán] debía erradicar a aquellos señalados como enemigos sociales, raciales y políticos para crear una comunidad nacional uniforme y sana. Esa función adoptó, progresivamente, diferentes formas, en constante evolución y solapamiento, como el trabajo forzado, el asesinato selectivo, los experimentos humanos y el exterminio masivo. Los campos eran muy polifacéticos, algo que la gente no suele ver”.

De su libro KL explica que “es fruto de un largo proceso”: “Una de las cosas que me parecía fundamental era integrar las dos visiones, la de las víctimas y la de los perpetradores”. “Cuanto más leía e investigaba sobre los campos, más cuenta me daba de lo complicada que es su historia. No hay respuestas fáciles, no hay prisioneros típicos ni típicos guardianes, ni campos típicos. La historia de los campos es la de un cambio constante, muy dinámica, no es rectilínea, ni siempre coherente. La impunidad en el asesinato de presos, por ejemplo, se alcanzó solo gradualmente, y varios de las SS se sentaron en el banquillo de los acusados por malos tratos en 1934. En 1937 morían de media en los grandes campos (Dachau, Sachsenhausen y Buchenwald) solo cuatro o cinco prisioneros al mes. En 1941, 463 reclusos perdieron la vida solo en Dachau. En septiembre y octubre de 1941, las SS ejecutaron a 9.000 prisioneros soviéticos en Sachsenhausen, 300 al día, y los quemaron. El mayor asesinato en una sola jornada tuvo lugar en Majdanek, el 3 de noviembre de 1943, cuando 18.000 judíos fueron eliminados a tiros; denominaron aquello Operación Fiesta de la Cosecha. Sin embargo, hubo un momento, antes de la guerra, en que los campos casi desaparecieron. Y otro en el que, aunque parezca increíble, Himmler, su gran artífice, mandó que se matara menos para aprovechar la mano de obra”.

Apunta el autor que la propia relación de los campos con el Holocausto –la parte de la historia de los KL que más ha impactado en la imaginación popular–, cómo se implicaron en él y cómo los nazis acabaron perpetrándolo en sus instalaciones, es muy distinta de lo que se suele creer. De hecho, cuando el Holocausto entró en los KL, “muchos de sus elementos estructurales ya habían aparecido antes de que las SS cruzaran el umbral del genocidio judío”. Los “mecanismos esenciales del Holocausto” –el engaño, la muerte de prisioneros inútiles para trabajar, el exterminio masivo, incluso el uso del gas y la profanación de los cadáveres– ya estaban implantados en 1941 en algunos campos como Auschwitz, aunque aún no se tenía en mente la matanza sistemática de judíos en sus instalaciones.

Una de las aseveraciones más impactantes de Wachsmann es que “hay que desmitificar Auschwitz” en la concepción popular de los campos. Auschwitz, afirma, era una singularidad en el sistema KL, y “no era inevitable”. La transición de Auschwitz (abierto el 14 de junio de 1940 para doblegar a los polacos conquistados) de campo de concentración a campo de exterminio “fue casi casual”, y Auschwitz, recalca, pese a representar para todo el mundo el símbolo del Holocausto (allí se asesinó a casi un millón de judíos, más que en cualquier otro lugar), no fue creado especialmente para exterminar a los hebreos ni fue esa su única razón de existir. Como sí lo fue, en cambio, la de otros campos que funcionaban de manera independiente en el sistema KL, los campos de la muerte, como Belzec, Sobibor y Treblinka.

“El mayor asesinato en una sola jornada tuvo lugar en majdanek, cuando 18.000 judíos fueron eliminados a tiros”

Auschwitz, recuerda Wachsmann, no fue porcentualmente el campo más letal: “Sobrevivieron decenas de miles de prisioneros mientras que de Belzec, por ejemplo –uno de los campos concebidos específicamente para matar judíos y en el que el exterminio se realizaba inmediatamente, como en Treblinka–, solo se conocen tres supervivientes”. Pero eso no es óbice, matiza, para que Auschwitz sea la capital de Holocausto. “Aunque funcionara como un híbrido, su papel fue central en la Solución Final”. En todo caso, recuerda, solo se mató allí a uno de los seis millones de judíos asesinados en Europa: el resto lo fue en zanjas y campos por todo el este o en los campos de la muerte como Treblinka.

El Holocausto no iba a parar, revela Wachs­mann. Cuando en noviembre de 1944, ante el avance de los rusos, los nazis desmantelan las cámaras de gas de Birkenau, lo hacen, explica, para enviarlas a un lugar ultrasecreto cerca de Mauthäusen, un último campo de exterminio donde planeaban seguir el asesinato en masa sistemático de los judíos.

¿Hasta qué punto sabía Hitler lo que ocurría en los campos? A diferencia de Himmler, que lo hacía con frecuencia, él nunca visitó ninguno, ¿no? “Probablemente no, se mantenía deliberadamente lejos del trabajo sucio, de todo lo que le pudiera restar popularidad; no le interesaban los detalles y delegaba. Los campos tenían siempre algo de sucio y pecaminoso; cuando hablaba en público de ellos, Hitler siempre recordaba que los habían inventado los británicos. Durante la investigación me pareció encontrar una foto en la que aparecía visitando uno, lo que me entusiasmó, pero finalmente no era él”. ¿Hitler sabía cómo se desarrollaba todo dentro? “Sí y no. Por supuesto todo emanaba de sus decisiones. Pero no era un micromanager como Himmler”.

Los campos de concentración no los inventaron los nazis, pero Wachsmann recalca que los hicieron muy diferentes. “Se ha tratado de relativizar los campos nazis comparándolos con el Gulag. A los nazis no les hacía falta copiar nada, tenían su propio modelo. No hay nada comparable con el lado tecnológico de los campos nazis y su culminación en el complejo de exterminio de Auschwitz. Como decía Hannah Arendt, si los campos soviéticos eran el purgatorio, los nazis eran el infierno. En el Gulag, el 90% de los presos sobrevivieron; en el KL, menos de la mitad. La violencia es un aspecto común, pero lo que hacía tan destructivos los campos nazis es su modernidad: el terror burocrático, la tecnología, el gas. Todo ese lado oscuro de la modernidad que poseían los campos. La modernidad no lleva inevitablemente al progreso y la civilización”.

¿Tienen los campos nazis una lección para nosotros en momentos en que se debaten en Europa recortes a las libertades para frenar el terrorismo y llegan oleadas de refugiados? “Es difícil de contestar. De manera rápida le diría que sí. Que son una advertencia. Pero ¡cuidado con los paralelismos fáciles! Muchas veces buscamos lecciones que el pasado no puede dar. No se puede predecir el futuro y una de las verdaderas lecciones de la historia es su complejidad. Mi libro en todo caso no va por esos derroteros, no quiero imponer mis visiones, yo señalo que no hay inevitabilidad en los procesos y el lector debe sacar sus propias conclusiones”.

Probablemente una de las cosas que sorprenderán a mucha gente es que los campos nazis se hicieron originalmente para llenarlos de alemanes. “Así es, para destruir a la izquierda alemana. Los nazis tenían una paranoia con los comunistas. Y recuerde que los alemanes no votaron masivamente a los nazis por ser antisemitas, sino para que alejaran el espectro de la izquierda y de una revolución. Los KL emergieron en ese contexto, luego, con la guerra, se llenaron de otros europeos, como los españoles republicanos enviados a Mauthausen en 1940, y de judíos”. Pero si eras judío, ya desde el principio, subraya Wachs­mann, eras peor tratado. “Desde luego el antisemitismo y la violencia contra los judíos están presentes en los campos desde el primer momento. No es una coincidencia que los primeros asesinados en Dachau sean judíos. Pero la idea de los nazis al crear los campos no es matar judíos. El plan es mucho más extenso. El KL es el gran arma de terror del régimen contra todos los que considera enemigos”. Apenas ha acabado de pronunciar la frase el historiador cuando una urraca se estrella contra el ventanal con un golpe sordo. Se marcha volando, pero la escena resulta extrañamente perturbadora.

Wachsmann continúa explicando que lo que ocurrió es que al empezar los asesinatos de manera bárbara de cientos de miles de judíos de los territorios ocupados en el este, con ejecuciones masivas y entierro en fosas, los líderes nazis pensaron que esa manera de proceder era insana para… las SS. “Les pareció que resultaba muy duro psicológicamente para los ejecutores matar así”. Entonces Himmler, tan preocupado por el decoro, buscó la manera de hacerlo más humano para los asesinos y se experimentó con diferentes métodos. Como las inyecciones letales y el gas, que ya se habían empleado en los campos en otro contexto, para eliminar a los prisioneros desechables o a los millares de soldados soviéticos capturados.

“Las SS”, dice Wachsmann, “habían recurrido a una serie de expertos en eutanasia, los de la famosa Aktion T4, que habían asesinado en Alemania a minusválidos y deficientes mentales, unas 80.000 personas, muchos por gas, en aras de la política hitleriana de eugenesia, para que aplicaran su experiencia criminal en los campos a partir de 1941”. Cuando se empezó a exterminar en masa a los judíos en Auschwitz, dice el historiador, la maquinaria asesina ya estaba engrasada y había matado a decenas de miles de personas.

Sorprende encontrar en un libro como KL, junto a todo el espanto, la congoja y el hedor, sentido del humor. Como el del comunista Hans Beimler, que, tras escapar de Dachau en 1933, envió desde Checoslovaquia una postal para las SS del campo en la que solo ponía: “Bésame el culo”. Un poco de luz entre tanta oscuridad. “Es algo intuitivo, no premeditado. Tenía que mantener de alguna manera una cierta distancia, pero al tiempo necesitaba mostrar empatía, es un libro que no ha sido fácil de escribir”.

Una cuestión resulta especialmente atormentadora. ¿Cómo pudieron encontrar los nazis a tanta genta malvada, más de 60.000, calcula el historiador, para llevar los campos? Wachsmann ríe con amargura. “Esa es una buena lección. La mayoría de los guardianes, que Himmler y Eicke veían como soldados políticos, una élite, no eran psicológicamente anormales. Podían mostrarse brutales y violentos, sí, pero luego tenían vidas perfectamente normales. Lo que lleva a la pregunta ¿por qué? Que fueran fanáticos creyentes no es toda la historia. Querían imponerse a otros, probarse a sí mismos, ser duros, demostrar masculinidad” –el historiador apunta que las mujeres guardianas nunca fueron miembros de pleno derecho de las SS, no había paridad en las SS–. “Pero los guardias no eran unos sádicos en general, solo unos pocos sufrían alguna disfunción psicológica. No había tantos monstruos como cree generalmente la gente. Ya lo dijo Primo Levi: lo más peligroso son los hombres ordinarios”. Eso no quita que hubiera verdaderos matarifes, como el Oberscharführer Martin Sommer, que en Buchenwald abusaba sexualmente de prisioneros, los mataba y los metía debajo de su cama, o el también suboficial Erich Muhsfeldt, que bromeaba en Majdanek saludando con las extremidades desgajadas de los cadáveres. El historiador destaca “la continuidad de los guardianes”: mandos y subordinados pasaban de un campo a otro, llevando consigo su experiencia acumulada y su camaradería en la violencia.

Un apartado del libro está dedicado a la suerte que corrieron los campos después de la guerra y hasta nuestros días. Wachsmann detalla las polémicas en torno a Dachau o Ausch­witz como lugares de memoria. ¿Qué futuro contempla para los KL que se conservan? “No soy museólogo. Captar la historia en un lugar es increíblemente difícil, y tratar de explicarla en un campo resulta interesante pero complejo. Hoy en día encuentras gente que se hace selfies en Auschwitz y hay un turismo de los campos. Se opta por explicar historias individuales para captar audiencia, quizá las viejas exhibiciones con paneles eran más claras. La historia de los campos cambia, como cambiaron ellos mismos. Hay nuevas formas de pensarlos. No tengo claro que esté dicha la última palabra sobre los campos de concentración nazis".

Source: El País (España)
http://elpais.com/elpais/2016/02/11/eps/1455205269_835047.html

Saturday, January 16, 2016

Le origini culturali del nazismo

L'intento del libro Genocidio di Georges Bensoussan, ora tradotto in italiano, è indagare quali sono le origini culturali del nazismo: si occupa cosí di un tema classico nella storia delle idee, in cui questa disciplina dispiega la sua grande importanza per comprendere la storia, ma anche tutti i suoi trabocchetti e i suoi terreni scivolosi, tutte le sue soluzioni facili e ingannevoli.

È possibile trattare delle origini culturali del Terzo Reich solo se si è convinti che il fenomeno nazionalsocialista non rappresenti una malattia repentina nella storia tedesca, ma sia stato preparato da autori, temi, discussioni, che in qualche modo lo hanno reso possibile.

È opportuno chiedersi subito se "origini" sia da intendere come "cause": ricostruire le correnti intellettuali che stanno a monte della nascita del regime hitleriano significa rintracciare il punto di partenza di atteggiamenti, stili di pensiero, convinzioni, che hanno avuto quel regime come effetto? Ovvero: la storia delle idee può essere illuminata a posteriori dall'esito al quale le idee individuate come origini hanno condotto? La forza della cultura uscirebbe molto rinvigorita da una simile convinzione, ma anche con una responsabilità che non sappiamo quanto sia lecito attribuirle.

Il termine "origini" non si impegna in una simile affermazione, ma suggerisce in realtà, anche quando non lo dice in modo esplicito, che le premesse culturali sono essenziali nella formazione e nell'affermazione di un simile regime. Preparano il terreno indispensabile mettendo in circolazione questioni e accenti che formano il contenuto ideologico del regime a venire, predispongono ad ascoltare con attenzione e con favore parole d'ordine altrimenti inaccettabili, insegnano a non reagire in modo decisamente negativo ai provvedimenti del governo che assume il potere. In definitiva, ogni ricerca che si incammini per questa strada tenta di rintracciare quali parti delle premesse intellettuali siano state messe in pratica dal regime che poi si è affermato. Una volta che le ha identificate, definisce quelle parti come le origini culturali di tale regime.

Bensoussan rintraccia le origini culturali del nazismo in cinque correnti, che colloca tutte tra la seconda metà dell'Ottocento e gli anni Venti del Novecento: l'antilluminismo, il biologismo applicato alla storia e alla cultura, il culto della violenza, l'antisemitismo, il pessimismo culturale. Definisce il nazismo esclusivamente in termini di sterminio degli ebrei. Collega in modo stretto le correnti culturali che ha individuato con il nazismo cosí concepito. In questo percorso, a prima vista lineare, si nascondono più interrogativi che risposte, più soluzioni apparenti che indagini circostanziate, e a ogni proposta di spiegazione si affiancano altrettanti dubbi.

Iniziamo dall'antilluminismo: con questo termine Bensoussan intende la ripresa, alla fine del XIX secolo, del pessimismo radicale sulla natura umana (che proprio per questo esige il controllo sui cittadini da parte di uno stato forte) che era stato tipico degli autori controrivoluzionari, dei quali viene preso a esempio e tipo ideale Joseph de Maistre. Essi, a loro volta, basavano le loro teorie su un cristianesimo controriformista che vedeva il mondo invaso dal diavolo, destinato a una catastrofe, bisognoso di salvezza. Da qui deriverebbe il pessimismo culturale fin-de-siècle che vedeva il mondo sotto il segno della decadenza.

Peccato che le correnti culturali siano meno univoche di quanto possano apparire a prima vista. Proprio di uno dei maggiori illuministi, Voltaire, era la convinzione dell'esistenza delle razze e della gerarchia fra di esse, mentre non tutto il pensiero critico della Rivoluzione francese si fa ridurre a

reazione. Esiste anche la posizione liberalconservatrice espressa da uno dei primi e maggiori autori che riflettono criticamente sul 1789, Edmund Burke. Lo stesso vale per il pessimismo culturale: questo non era solo di matrice cristiana, come nel testo si sostiene, ma anche neopagana, vagamente spiritualista, e nient'affatto caratterizzata in senso religioso.

Ancor più difficile è identificare un suo preciso esito politico. La salvezza dal declino del mondo moderno era osservata da parti diverse, opposte: il presente veniva criticato perché troppo democratico o perché lo era troppo poco, perché troppo astratto o troppo concreto, perché impotente o perché malato di efficientismo; la salvezza dal declino era pensata come ancien régime o come un mondo di uomini liberi e uguali che potessero coltivare la loro anima.

Si può essere pessimisti sulla natura umana senza per questo vedere con favore le camere a gas, si può leggere nel mondo moderno un declino inarrestabile senza per questo sposare le ragioni dell'Olocausto. Inoltre, l'odio per la democrazia, lo spirito borghese, il parlamentarismo, proveniva in quel periodo da destra e da sinistra: e anche se sommiamo la critica alla democrazia con l'idea che l'uomo non sia buono per natura, e perfino con l'idea che la civiltà sia in una fase declinante, ciò che ne risulta non è necessariamente una posizione fascista (come Bensoussan afferma), ma semplicemente antimodernista.

È arduo sostenere che l'antimodernismo coincida con il fascismo, dal momento che l'equazione non torna da nessuna delle due parti. Da un lato il fascismo, cosí come il nazismo, fu anche fede nello sviluppo, nella creazione di uno stato e di un uomo nuovi, nell'industria, nel futuro, nella modernità; dall'altro, l'antimodernismo non è necessariamente la premessa del totalitarismo, tanto è vero che esiste anche un antimodernismo di sinistra.

Anche per quel che concerne il biologismo e il razzismo, che per Bensoussan preparano lo sterminio, le domande sono numerose. È vero che la cancellazione dell'umanità dell'uomo effettuata dal nazismo prende avvio dallo studio scientifico dell'essere umano che lo considera come un animale tra gli altri animali? Tutto il darwinismo sociale può essere considerato alla luce della soppressione dei deboli, di coloro che risultano perdenti nella lotta per la sopravvivenza applicata alla società? In un infiacchimento degli esseri umani credeva, a esempio, un autore come George Orwell, a proposito del quale è difficile parlare di simpatie naziste. Dell'onnipresenza dell'idea di razza nel periodo esaminato il volume offre un quadro inquietante, ma dubitiamo che l'idea di razza implicasse per tutti coloro che la utilizzavano una gerarchia fra le razze, un miglioramento da apportare a esse, la soppressione di una parte della popolazione.

Scrive Bensoussan: «Nel momento in cui la classe porta allo scontro (ma, anche, al compromesso), la razza genera l'idea di sterminio». Occorre notare che vi sono stati stermini (come quello staliniano) che non muovevano dall'idea di razza; vi sono stati scontri generati dalla prospettiva di classe che si sono tradotti in genocidi (si veda la Cambogia), mentre la razza, nella quale crede, non conduce tutta la cultura scientista di fine Ottocento al razzismo, tanto che molti positivisti sono sostenitori di un riformismo socialista che del darwinismo riprende solo l'evoluzione intesa come un progresso lento e inevitabile che elimina la necessità della rivoluzione.

Nelle premesse culturali del nazismo a essere in questione è la modernità: «L'ossessione della razza … è da mettere in relazione con la perdita dei punti di riferimento in un mondo diventato inintelligibile, e segna quella linea di sicurezza in un momento in cui ogni limite sembra svanire». Quasi che la responsabilità della centralità della razza in quel periodo sia da attribuire a un mondo che perdeva radici, sicurezza, si modificava troppo velocemente per gli esseri umani, lasciando una terra sconvolta e un cielo vuoto.

Bensoussan legge il pessimismo culturale in senso antiebraico poiché a suo parere fa dell'ebreo il simbolo della modernità. Ma il pessimismo culturale è decisamente critico di una modernità urbana, sradicata, artificiale: non è necessariamente antiebraico, cosí come non lo è l'antimodernismo. Per Oswald Spengler (uno dei maggiori esponenti del pessimismo culturale di quegli anni), il nomade

abitatore delle megalopoli contemporanee, sradicato da ogni terra, era il prototipo dell'uomo moderno, non dell'ebreo. Il fatto che antisemiti e critici della modernità di fine Ottocento dirigano i loro strali verso le stesse caratteristiche – urbanesimo, industrialismo, freddezza, impersonalità, artificialità crescente della vita – non autorizza a identificare le due correnti. Scrive Bensoussan: «Sinonimo di eredità da trasmettere, la razza è ciò che resta di fronte all'angoscia per l'opera distruttrice del tempo, e a maggior ragione sotto un cielo vuoto». Ma l'antisemitismo non è affatto un esito scontato di quell'atteggiamento che vede nella modernità una caduta. Si legge: «L'ebreo è necessario al nostro mondo, poiché la sua presunta malvagità cristallizza l'inquietudine sorta da un universo nuovo e incomprensibile». Certo, è innegabile che l'ebreo abbia fatto da capro espiatorio: come tutti i capri espiatori, ha compattato chi lo condannava e lo uccideva. Ma è possibile ricondurre l'antisemitismo al disagio della modernità? Se cosí fosse, perché ogni paese moderno non ha avuto il suo antisemitismo?

La sostanza del nazismo consiste, a giudizio dell'autore, nello sterminio degli ebrei, cioè nel genocidio del titolo. Ovvio che il razzismo, l'antigiudaismo, l'ideologia guerresca, il machismo, il darwinismo sociale, siano riconosciuti quali sue premesse. L'antigiudaismo caratterizza l'Occidente dal Medioevo in poi: resta da spiegare perché proprio in quel momento divenne un'idea-forza capace di tradursi nella tragedia della Shoah. Se quelle premesse sono pressoché tautologiche, siamo certi che il pessimismo culturale rappresenti una premessa altrettanto ovvia, altrettanto indiscutibile del nazismo? Il pessimismo culturale esprime una ripulsa della modernità e la convinzione che un'epoca dalle caratteristiche cosí negative condurrà a una fine dei tempi, a una catastrofe certa. È importante il tentativo di prendere sul serio questa corrente: ma si tratta di una corrente culturale assai composita, che da questa indagine risulta invece appiattita: è difficile, poi, indicare quale sia la sua traduzione politica, arduo addirittura affermare se ne abbia una. Peraltro, il pessimismo culturale non coincide completamente con l'impostazione che il nazionalsocialismo dà alla sua visione della storia né alla sua considerazione del progresso materiale, del valore dell'industrialismo e della modernità.

Come regime reale, il nazismo non poteva essere troppo nostalgico, e doveva, accanto al vagheggiamento di epoche più organiche, più comunitarie, più solidali, più artigianali nella storia del mondo, promuovere la propria industria per competere ad armi pari con le altre nazioni. La stessa cosa accade nel fascismo italiano, dove la contrapposizione fra un'epoca di crisi storica e di declino (che coincideva con l'epoca liberale, e anche con l'urbanesimo, il macchinismo, l'egoismo individualista) e un'epoca alta che coincideva con il fascismo e si caratterizzava con un ritorno alla terra, all'artigianato, al lavoro delle mani, alla corporazione medievale, doveva comunque fare i conti con la promozione della grande industria, di quelle macchine che sciupano il mondo e che erano tanto deprecate.

L'esaltazione della violenza e della guerra che Bensoussan individua nella cultura europea tra 1880 e 1914 può essere ricondotta per intero a preparazione del sistematico stato di eccezione del nazismo e alle sue violenze? Può essere ritenuta «la matrice di una brutalizzazione della società» accentuata poi dalla Grande Guerra? In verità, nell'esaltazione della violenza tra la fine del XIX e gli inizi del XX secolo confluiscono elementi molto diversi: il marxismo ortodosso che rifiuta il compromesso revisionista con il parlamentarismo, la lotta alla società borghese di Georges Sorel, l'anarchismo e i primi movimenti nazionalisti di massa. Dalla critica a una società che elimina dalla vita degli uomini la competizione e il progresso riducendoli a meccanismi tutti uguali, dal richiamo alla necessità della lotta anche cruenta, possono essere tratte conseguenze diverse: da un vitalismo individuale alla definizione del conflitto e della competizione come molle dello sviluppo, dall'esaltazione della selezione a favore dei migliori in quella lotta che è la vita al richiamo a non abbandonarsi agli automatismi sociali.

Le origini culturali del nazismo
MICHELA NACCI

GEORGE BENSOUSSAN, Genocidio. Una passione europea, a cura di Frediano Sessi, trad. di Carlo Saletti e Lanfranco Di Genio, Venezia, Marsilio, pp. 396

MICHELA NACCI insegna Storia delle dottrine politiche all'Università dell'Aquila. La sua opera più recente è Storia culturale della Repubblica (Bruno Mondadori, 2009).

Source: La Rivista dei Libri
http://www.larivistadeilibri.it/2009/10/nacci.html

Thursday, January 14, 2016

Götz Aly: «Todos los alemanes, nazis o no, sacaron provecho del asesinato expoliador»

Sostiene que «el cien por cien» de alemanes se acomodó al régimen nazi seducidos por prebendas y beneficios a costa del patrimonio robado a los judíos exterminados, deportados y en países ocupados
Actualizado 10/03/2006 - 09:47:26

ANTONIO ASTORGA

MADRID. Tras el terremoto que desencadenó en Alemania, el profesor Götz Aly presenta en España «La utopía nazi» (Crítica). Aly relata para ABC las claves de cómo Hitler «compró» el silencio de los alemanes y cómo pudo suceder tanta locura, atrocidad y crimen:El asesinato expoliador: «Quienes se niegan a hablar de las ventajas dusfrutadas por millones de alemanes corrientes no deberían atreverse a hablar del nacionalsocialismo ni del Holocausto». Ningún régimen cometió tantos crímenes como el nazi. ¿El nacionalsocialismo y el Holocausto estaban intrínsecamente ligados a las prebendas que adquirieron la gran mayoría de alemanes? Sí, y sobre todo el pueblo llano. Eso no quiere decir que la gente adinerada no se hubiese beneficiado, pero es importante tener en cuenta que todos los alemanes, independientemente de si eran nazis o no, sacaron beneficio de esta política de la expoliación y del asesinato expoliador».

La «mesa judía»: «Los métodos de enriquecimiento eran muy modernos. El flujo del dinero. Las víctimas alemanas de los bombardeos británicos y estadounidenses fueron indemnizadas con los muebles de los judíos de Bélgica, Holanda, Francia o Luxemburgo. Era un beneficio bastante directo. También recibían ropa de judíos de Praga o de Viena. Yo tengo un tío que recibió una mesa y hasta el final de sus días la llamaba «la mesa judía».

El estraperlo: En los países ocupados, por ejemplo Francia, se expropiaban los bienes de los judíos y sus propiedades se vendían a ciudadanos franceses. Fíjese: no a alemanes, sino a franceses. Por lo tanto, superficialmente no había ningún alemán que sacaba beneficio, pero el dinero que se recaudaba con estas ventas de bienes expropiados iba al presupuesto de gastos de ocupación alemán, que era sumamente elevado. Todo este dinero que procedía de las expropiaciones de judíos franceses iba a parar ahí. Y todos los soldados alemanes desplegados en Francia recibían su buena paga en francos franceses. Con este dinero los soldados enviaban paquetes a Alemania, compraban vino francés... En todas las pagas había una parte que procedía de las expropiaciones de judíos. Con el dinero del presupuesto de gastos de ocupación los alemanes también compraban alimentos para Alemania. Parte del dinero con que se pagaban esos alimentos procedía asimismo de las expropiaciones judías».

Los «beneficiarios»: «El cien por cien de la población alemana se benefició de las prebendas del régimen nazi. En mi libro hablo del escritor alemán Heinrich Böll. Su familia era antinazi declarada, pero analizando sus cartas nos damos cuenta del beneficio que sacó la familia Böll a costa de los países europeos ocupados».

El antisemitismo: «Los alemanes que hicieron posible el nazismo «actuaron» para beneficiarse económicamente de la trágica situación. Pero nunca hay que crear una oposición de los argumentos ideológico y material. Yo no estoy diciendo que el antisemitismo no tuviera importancia, sino que fue uno de los elementos que hizo posible ese régimen. La política social del régimen nazi en beneficio del pueblo llano fue otro factor».

Las «medidas» del genocida: «El carisma de Hitler era menos importante que el aspecto económico. Durante la Guerra pronunció muy pocos discursos, pero aumentó las jubilaciones en un 15 por ciento, incrementó los sueldos y salarios e hizo que el alemán medio no tuviera que pagar ningún impuesto de guerra. Y esto ayudó a estabilizar la situación. También creó un sentimiento de «justicia social» en Alemania. Por ejemplo, en los 12 años del régimen nazi en ningún momento hubo un aumento de los impuestos para la clase obrera, mientras que el impuesto de sociedades en 1933 era del 20 por ciento y en 1942 se elevaba al 55 por ciento. Es decir, más del 50 por ciento subió el impuesto de sociedades. Las empresas, a pesar de ello, tuvieron beneficios en la guerra, pero no hay que subestimar el efecto público de esta medida. Son métodos del moderno Estado Social redistribuidor».

¿Qué rastro queda hoy de Hitler en Alemania? «Muchos. El boletín en el que se publicaban las leyes del Reich alemán, después de 1945, siguió teniendo vigencia en un 90 por ciento. Aunque parezca increíble decirlo y nos de escalofrío, al régimen de Hitler le debemos muchas cosas que hoy en día nos parecen totalmente normales. Por ejemplo: el régimen agrario de la Unión Europea, que proporcionaba garantías y subvenciones tan elevadas a los agricultores. Eso se inventó en 1934 en Alemania para los agricultores alemanes. En la Europa ocupada se crearon muchos impuestos que no existían en el resto de países. También se le debe una parte de las leyes sociales en Alemania, la normativa de circulación de tráfico, la nueva ley de sociedades anónimas, acabar con las grandes propiedades de los terratenientes, con los latifundistas, los fideicomisos...

Contra el olvido: «Hay que ayudar a las víctimas del terror nazi escribiendo y dándoles voz para que puedan pronunciarse. Es muy importante que no simplifiquemos el Holocausto. No sucedió al margen de la Historia. Tenemos que aproximarlo y analizarlo porque es el resultado de un Estado ultramoderno y superdesarrollado con un alto grado de distribución de las tareas y muy bien organizado».

Source: ABC (España)
http://www.abc.es/hemeroteca/historico-10-03-2006/abc/Cultura/gotz-aly-todos-los-alemanes-nazis-o-no-sacaron-provecho-del-asesinato-expoliador_142679311584.html

Monday, November 23, 2015

¿Quién votó a Hitler?

Publicado por Javier Bilbao

Cartel en una calle berlinesa en 1932, «Nosotros queremos trabajo y pan, vota por Hitler». Foto: Corbis.
Uno de los debates más comunes de nuestro tiempo, durante estos últimos días aún más frecuente si cabe, es el que contrapone libertad y seguridad. En realidad se trata de una distinción falaz, pues la segunda es condición necesaria de la primera, ya que nada coarta más nuestra libertad que el miedo que provoca la inseguridad. El origen de este malentendido se lo debemos, al menos en parte, a Erich Fromm y a su libro —por otra parte bastante recomendable— El miedo a la libertad. Para quien no lo haya leído venía a decir que el auge del protestantismo en el siglo XVI y del nazismo en el XX tenían una misma raíz, anunciada en el propio título de la obra. La modernidad traería consigo una ruptura de los lazos que ataban al individuo en las sociedades tradicionales, lo que genera tanta independencia como desasosiego. De manera que, expulsado de ese apacible útero a un mundo en el que debe manejarse en plena libertad, el sujeto intentaría rehacer como fuera ese vínculo primitivo, bien a través de un mayor rigorismo religioso o de una ideología totalitaria.

El nazismo sería un caso paradigmático de esto, con su énfasis en el colectivo por encima del individuo, con sus grandes mítines en los que cualquier personita, con sus miserias, temores y debilidades pasaba a sumergirse en una masa invencible que lo trascendía: Deutschland über alles. El libro se publicó en 1941 después de que el autor, judío alemán, huyera de unos compatriotas que no tenían nada bueno reservado para él, así que pudo verlo todo desde primera fila. Algo hay de cierto en su planteamiento, sin duda, pero con el paso del tiempo hemos podido saber con mucho más detalle los motivos del ascenso de Hitler al poder y hay algunos puntos que matizar. Para ello deberemos conocer quién y por qué se unió al nacionalsocialismo.

El 14 de septiembre de 1930 las elecciones al parlamento alemán ofrecieron un resultado que marcaría la historia del país y del mundo. El partido más votado fue, tal como era de esperar, el socialdemócrata. Pero estaba seguido de cerca —con más de 6,3 millones de votos y el 18,2% del total— por el NSDAP, una formación hasta entonces marginal que había multiplicado por ocho sus votos respecto a las elecciones previas celebradas solo dos años antes. Fue una auténtica sorpresa y un acontecimiento crucial, pues una vez ganada esa posición ya no hubo vuelta atrás: sus resultados irían en aumento en una República de Weimar ya agonizante hasta que el 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller. ¿Cómo había sido posible? Aunque el partido había sido refundado solo trece años antes, las ideas que en una peculiar mezcolanza lo conformaban ya estaban en el ambiente desde tiempo atrás.

El antisemitismo por ejemplo llevaba siglos firmemente instalado en Europa, aunque en Alemania la población judía (que no llegaba ni al 1%) estaba notablemente asimilada en la vida económica, social y cultural; eran frecuentes los matrimonios mixtos y su identificación patriótica era plena hasta el punto de que muchos se consideraban orgullosos excombatientes de la Primera Guerra Mundial. Curiosamente la Cruz de Hierro al valor que obtuvo Hitler en dicho conflicto fue por recomendación de un oficial judío. Pese a ello el antisemitismo aún era una idea ocasionalmente empleada en algunos discursos políticos, que pasaría a incorporarse con inusual énfasis en el NSDAP, aunque tamizada por un nuevo enfoque que ya no sería religioso sino (pseudo) científico.

Ese nuevo enfoque estaba relacionado con un acontecimiento clave en la historia de la humanidad ocurrido unas décadas antes: la creación en Londres de una red de alcantarillado. Tal vez no suene muy épico, pero aumentó considerablemente la esperanza de vida en todas las ciudades que rápidamente la imitaron. La higiene pasó a ser un principio fundamental, casi obsesivo, de la medicina y de la salud pública, de manera que se extendió a otros ámbitos, se cruzó con otra idea también puesta de moda durante el siglo XIX como el darwinismo y algunos comenzaron a rumiar el concepto de «higiene racial». En 1905 se fundó en Alemania la Sociedad de Higiene Racial, cuyos fundadores reivindicaban la vieja idea espartana de decidir si los recién nacidos debían vivir o ser eliminados si presentaban problemas de salud. Aunque lo debía decidir un médico, ojo, que no eran ningunos bárbaros. El caso es que la eugenesia entusiasmó a todo el mundo de tal forma que los programas de esterilización involuntaria en esa época pasaron a estar activos en nada menos que veintiocho países. En Estados Unidos el simpático doctor Kellogg, por ejemplo, además de promover el desayuno de cereales y los enemas de yogur, también inauguró la Fundación para la Mejora de la Raza. Y por supuesto en el NDSAP la idea también se hizo un hueco. Hitler para 1920 ya había interiorizado a la perfección esa retórica científico-sanitaria para hablar de los judíos: «No creáis que vais a poder combatir una enfermedad sin matar la causa, sin aniquilar el bacilo, y no creáis que podéis combatir la tuberculosis racial si no os esforzáis por que la gente deje de estar expuesta a la causa de la tuberculosis racial».

La catedral de luz, ideada por Albert Speer con focos antiaéreos para las reuniones del partido en Nuremberg. Foto: DP.

Como vemos el ideario nazi, aunque exótico y grotesco para la sensibilidad contemporánea, no tenía elementos particularmente lejanos de la cosmovisión de cualquier alemán de su tiempo, que podía votarlo o repudiarlo, pero en ningún caso sentir demasiada extrañeza ante él. Poseía ingredientes tan familiares como por ejemplo el colonialismo, que tanta importancia seguía teniendo para Europa por entonces y que inspiró al geógrafo Karl Haushofer la idea de que Alemania necesitaba expandir sus territorios hacia el este, un «espacio vital» que pasaría a formar parte del ideario del NSDAP por influencia del propio autor, que militó en el partido desde su misma fundación… aunque luego caería en desgracia cuando su hijo participase años después en la Operación Valkiria, el atentado frustrado contra Hitler.

Hablar de colonialismo nos lleva a otro elemento con el que está estrechamente emparentado, el nacionalismo, paradójicamente la seña de identidad más íntima del partido y al mismo tiempo aquello que más extendido estaba en la sociedad alemana, facilitando así su crecimiento explosivo. La reunificación del país llevada a cabo por Bismarck unas décadas antes conocida como Imperio alemán o II Reich era un episodio que encendía muchos corazones germanos, al que añoraban con la misma intensidad con la que expresaban su repudio por lo que hoy llamados República de Weimar. El discurso nacionalista-romántico era hegemónico en las universidades del país (y en parte de la alta cultura, como las óperas de Wagner), y el hecho de que estas ofrecieran además una enseñanza de alto nivel que habían colocado a Alemania en la vanguardia científica y técnica reforzaba su prestigio por asociación y marcaba así a las élites que luego ocupaban posiciones influyentes. Parte de esas élites formaron en Múnich la llamada Sociedad Thule, una agrupación secreta cuyo emblema era una esvástica y cuyos intereses oscilaban entre la investigación de los orígenes de la raza aria, el ocultismo y la lucha contra el comunismo. Este grupo fundaría el DAP en 1919, que un año después de su creación sería refundado por Hitler como NSDAP. Su nacimiento al término de la Primera Guerra Mundial no era casual y de nuevo estamos ante una seña de identidad del partido que al mismo tiempo estaba profundamente enraizada en la sociedad del momento. Como dice Richard J. Evans en La llegada del Tercer Reich:

Los modelos castrenses de conducta habían sido algo generalizado en la cultura y la sociedad alemanas antes de 1914, pero después de la guerra se hicieron omnipresentes. El lenguaje de la política estaba impregnado de metáforas del periodo bélico, el partido rival era un enemigo al que había que aplastar, y la lucha, el terror y la violencia se convirtieron en armas ampliamente aceptadas y perfectamente legítimas en la contienda política. Había uniformes por todas partes. La política, invirtiendo un famoso adagio del teórico militar de principios del siglo XIX Carl von Clausewitz, se convirtió en una continuación de la guerra utilizando otros medios.

Buena parte de los altos cuadros del NSDAP empezando por el propio Hitler, así como de las camisas pardas que ejercían de milicias del partido, eran veteranos que habían quedado irremediablemente marcados por el conflicto. Hasta tal punto era importante esa experiencia vital que Goebbels atribuía en los mítines su cojera a una herida de guerra (en la que nunca participó). En ella habían encontrado su lugar en el mundo, una camaradería, unos valores… y repentinamente todo eso había terminado. La censura del gobierno les hizo creer en todo momento que estaban ganándola, de manera que interpretaron el armisticio como una traición judeo-socialista, fue el mito de «la puñalada por la espalda» que les hizo odiar al nuevo régimen surgido tras ella y, muy especialmente, al Tratado de Versalles que le puso fin. Consideraban una monstruosa afrenta al orgullo nacional la cantidad de territorios (más de la décima parte del país) que el tratado exigía, así como el desarme impuesto y las compensaciones económicas exigidas.

Dichas compensaciones, junto con la carga que suponían las pensiones a veteranos incapacitados y huérfanos, terminaron estrangulando la economía alemana, que en 1923 sufrió una hiperinflación por la que, por ejemplo, un kilo de pan de centeno paso de costar ciento sesenta y tres marcos a doscientos treinta y tres mil millones en algo más de nueve meses. Con el dinero perdiendo todo su valor llegaron esas imágenes que todos hemos visto alguna vez de niños jugando a construcciones con pilas de billetes, muchos pequeños ahorradores se quedaron en la ruina y la delincuencia —obviamente no para robar dinero sino bienes personales y alimentos— se multiplicó. La economía pudo estabilizarse a partir de 1924, pero años después llegaría el crac del 29 y en torno a un 30% de los trabajadores se quedaría en el paro. Una cifra elevadísima, aunque en España no nos llame mucho la atención.

Finalmente, otro factor que no podemos dejar de mencionar es la revolución rusa de 1917. Las noticias que llegaban de la violencia que estaba desatando no eran nada tranquilizadoras y apenas un año después Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fundaron el Partido Comunista de Alemania y casi simultáneamente tuvo lugar la Revolución de noviembre, que derivó en el intento de instaurar una república de inspiración soviética. Aunque finalmente resultó frustrado y ambos dirigentes asesinados, los insurrectos secuestraron y mataron a varios miembros de la mencionada Sociedad Thule, que pasaron a ser mártires e impulsaron así la reacción nazi. La escalada en el enfrentamiento entre comunistas y extrema derecha no se detuvo ahí y la Liga de Combatientes del Frente Rojo encontraría la horma de su zapato en las SA o Camisas Pardas. Hay una novela muy interesante al respecto, supuestamente autobiográfica, que se titula La noche quedó atrás y fue escrita con el seudónimo de Jan Valtin. Digo supuestamente porque la cantidad de aventuras que protagoniza este agitador al servicio del Komintern no se viven ni en diez vidas, irradiando tal heroísmo que fascinó a Pío Moa hasta el punto de fundar el grupo terrorista GRAPO para emularlo.

En cualquier caso el libro recrea muy bien ese ambiente de radicalismo político y lucha callejera con huelgas constantes, sabotajes, asaltos a sedes de otros partidos, peleas multitudinarias y, en definitiva, cientos de muertos con el paso de los años. Un conflicto que iba polarizando la sociedad y que permitió a Hitler mostrarse como el hombre que llegaría para restablecer el orden. Lo cual no deja de ser paradójico pues buena parte de esa violencia fue originada por los propios nazis, verdaderos maestros de la violencia política. Puede decirse que el nacionalsocialismo era, al menos en este punto, marxista. Pero de la escuela de Groucho: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». Solo que en vez de buscar problemas, los creaban.

Espartaquistas en una barricada en 1919. Foto: DP.

Los sectores que más lo apoyaron

Este breve esbozo de la doctrina y el contexto del NSDAP visto hasta ahora nos muestran dos cosas, que en parte desmienten o al menos matizan la tesis de Fromm con la que iniciábamos el artículo. El partido tenía arraigo en la mentalidad y las tribulaciones de la sociedad alemana, de manera que no era —al menos de cara al electorado— una organización al servicio exclusivo de un grupo, unos intereses o una psicología determinadas. Era lo que los politólogos llaman hoy un catch-all party con aspiración de ser interclasista y entrar en todos los nichos. No había pues un votante arquetípico de Hitler. En segundo lugar quienes le votaron no es que tuvieran miedo (o no solo) a la libertad. Lo que les daba miedo era la violencia callejera, el desmoronamiento de las instituciones y el caos económico. No se sentían abrumados por las múltiples posibilidades que se abrían ante su futuro, sino por la frustrante ausencia de todas ellas.

Dado que en las elecciones de julio de 1932 lograron acaparar el 37,2% de los votos está claro que llegaron a todos los segmentos sociales, pero aun así pueden señalarse algunos en los que el apoyo fue superior a la media. En primer lugar la población rural, evidentemente muy receptiva al lema de «sangre y tierra» que pregonaban los nacionalsocialistas y que pasaba así a ser la guardiana de las esencias nacionales. De nuevo queda en entredicho la idea de Fromm del votante nazi como un urbanita desarraigado nostálgico de la tribu. De hecho Berlín, una enorme metrópolis de cuatro millones de habitantes, mantuvo hasta que ya no le quedó más remedio unos niveles bajos de adhesión al movimiento.

Otro pilar fundamental fueron los jóvenes. Aquella ocasión en la que Hitler afirmó que «cuando un opositor dice: “no me acercaré a vosotros”, yo le respondo sin inmutarme: “tu hijo ya nos pertenece”» resultó especialmente inquietante y vampírico entre otras cosas porque tenía, además, toda la razón. Su doctrina encajaba como un guante en la mentalidad juvenil y adolescente al primar la acción sobre la reflexión y la visión maniquea de la realidad frente a la escala de grises que suele proporcionar la edad. El énfasis en la fuerza, el vigor, la camaradería y la esperanza en el futuro encandilaba a la chavalería y quedaba reflejado en la importancia que se concedía a la organización de las Juventudes Hitlerianas y en que el mártir oficial del nacionalsocialismo —que dio nombre a su himno y protagonizó infinidad de exequias— fuera Horst Wessel, un joven muerto a los veintitrés años a manos de un comunista. En torno a la cuarta parte de los votos que lograron en 1930 provenían de gente que acudía a las urnas por primera vez.

También logró una gran aceptación entre las mujeres. El propio Hitler se jactaba de ello cuando decía que «las mujeres siempre han estado entre mis apoyos incondicionales» y que «hemos ganado más mujeres para nuestra causa que todos los demás partidos juntos». Cabe suponer que lo apoyaban porque, obviamente, compartían su visión de cómo debía ser el futuro de Alemania. Ahora bien, ¿por qué en una mayor proporción que el sector masculino? Se han planteado varias explicaciones y una de ellas que creo convincente es que se trata de un electorado levemente más conservador. Por poner un ejemplo próximo, en el referéndum escocés el «no» representaba la opción continuista, mientras que el «sí» entrañaba un salto al vacío (o al menos así lo describían sus detractores), de manera que entre los hombres la diferencia fue de seis puntos a favor del no, mientras que entre las mujeres se elevó hasta los doce puntos. Pues bien, en el contexto de violencia desatada en las calles e incertidumbre económica de la República de Weimar, la promesa de orden y autoridad tal vez resultara clave para aquel apoyo incondicional femenino del que hablaba el líder del NSDAP. Para conocer más detalles sobre esta cuestión pueden leer el artículo Our Last Hope: Women’s Votes for Hitler de la historiadora Helen A. Boak.

Por su parte, los protestantes mostraban más del doble de apoyo al partido que los católicos y también tenían mayor representación los funcionarios y la clase media baja, y el norte del país más que el sur. El NSDAP logró atraer a una buena parte de los que previamente votaban a los nacionalistas y a los conservadores aunque su éxito fue menor del que esperaban con los obreros y parados, que permanecieron relativamente fieles a los partidos socialdemócrata y comunista.

En conclusión, en mayor o menor medida en todos los grupos sociales un buen número de electores se inclinaron por esa opción ante la inusual combinación entre unas circunstancias históricas, sociales y económicas excepcionales, el intimidante uso de la fuerza en las calles de las SA y la formidable maquinaria propagandística ideada por Goebbels. La solución que escogieron fue el comienzo de otros muchos problemas y ni con el mayor de los sarcasmos se podría decir que disfrutasen de lo votado pero, de eso no hay duda, hicieron historia.

Source: Jot Down (España)
http://www.jotdown.es/2015/11/quien-voto-a-hitler/

Saturday, September 19, 2015

Cómo convirtieron a Hitler en una celebrity con ayuda del New York Times

Mucho se ha hablado del poder de la propaganda nazi y muy poco de su mayor logro: convertir a un hombre feo, rencoroso, homicida y bajito en un carismático seductor de masas
Adolf Hitler nos abre las puertas de su casa en los Alpes
Lo cuenta Despina Stratigakos, historiadora de la Universidad de Buffalo, en su reciente libro Hitler at Home, (Yale University Press), la devastadora historia de cómo convirtieron a un sociópata gafotas de pelo raro y ambiciones artísticas en el irresistible hombre de Estado que encadiló a la mitad de las bellas hermanas Mitford y a una generación de Miss Brodies, antes de desencadenar el capítulo más negro de nuestra historia moderna.

“Los años 30 marcan el principio de la cultura de las celebrities, cuando llega el cine sonoro, la radio y las revistas aspiracionales", explica la académica. Y el gabinete de propaganda nazi aprovechó la oportunidad para transformarlo en lo que no era, un hombre interesante y refinado con una gran categoría moral y gusto por la arquitectura. "Lo consiguieron enfatizando su vida privada, mostrándole como un hombre que juega con sus perros y al que le gustan los niños, haciendo cosas domésticas en entornos diseñados para evocar una sensación de calidez. A finales de los años 30, los medios de todo el mundo lo describían como un individuo delicado y cariñoso, con buen gusto para la decoración de interiores".

Adolf Hitler nos abre las puertas de su casa

“Después de leer aquellas historias -continúa Stratigakos- la gente empezó a pensar que conocía al 'verdadero' Hitler, el el hombre detrás de la máscara del Führer, y que puede que esta persona no fuera tan diabólica como las noticias que venían de Europa parecían sugerir".

El 20 de agosto de 1939, el New York Times le sacaba un fotogénico reportaje en su bonito chalé de madera en los Alpes Bávaros cerca de Berchtesgaden que se compró en 1927 con fondos del partido y al que llamaban Haus Wachenfeld. Hitler, su propio arquitecto, decía el titular. Las fotos le muestran disfrutando de momentos de intimidad, leyendo el periódico en una mesa adornada con flores, 12 días antes de invadir Polonia.

La casa, "adornada con armonía, según la mejor tradición alemana" y cargada con cortinas limpias y alfombras hechas a mano para "crear una atmósfera de callada alegría", había sido decorada por su diseñadora favorita, Gerdy Troost, que le fue fiel hasta el último minuto. Literalmente: pocas semanas antes de que Adolf Hitler bajara al búnker por última vez, Troost le propuso refrescar el Gran Hall de la cancillería con una capa de pintura para animar el ambiente, "un trabajo pequeño que sólo duraría un par de días".

El seguimiento del Times de las andanzas del nervioso austríaco empezó una década antes. En los años de auge y establecimiento del régimen nazi, el periódico publicó notas frecuentes sobre el líder nazi, incluyendo entrevistas a su peluquero ( "escribió al Führer sobre su mechón rebelde y se tomaron medidas"), comparaciones con Jesucristo (o simplemente "un enviado divino") y otras estampas como su asistencia al funeral de la hermana de Nietszche (cuyas obras completas le regaló a su amigo el Duce por su 60 cumpleaños) o sus declaraciones contra la violencia contra los judíos.

Hitler, el anfitrión encantador

No fueron los únicos ni tampoco los primeros. El número de noviembre de 1938 de la edición británica de Casa & Jardín coincidió con la Noche de los Cristales Rotos, cuando las SA quemaron un millar de sinagogas, destruyeron más de 7.000 negocios judíos y mataron a un centenar de personas, además de arrestar a otras 30.000 y mandarlas a Buchenwald, Dachau y Sachsenhausen. La revista, sin embargo, ofrecía un paseo por la casa Wachenfeld, firmado por un tal William George Fitzgerald, seudónimo de Ignatius Phayre. Esto es lo que dijo de su cómodo pero modesto retiro:


"Originalmente una cabaña de caza, “Haus Wachenfeld” ha crecido hasta convertirse en el atractivo chalé bávaro que está hoy, a 2.000 pies en el Obersalzburg, rodeado de bosques de pinos y árboles frutales.

El lugar tiene la mejor vista de toda Europa. Esto es decir mucho, ya lo sé. Pero en estos Alpes bávaros hay una clase especial de suave follaje, con cascadas de blanco nevado y cumbres cubiertas de bosque. El efecto de la luz y el aire en la casa se ve intensificado por el gorgeo y el trino de los canarios Harzer que hay en la mayoría de las habitaciones, colgando de jaulas doradas.

Y no vayan a pensar que sus invitados de fin de semana son todos, o la mayoría, altos cargos del Estado. A Hitler le agrada la compañía de brillantes extranjeros, especialmente pintores, cantantes y músicos. Como anfitrión, es un divertido contador de cuentos.

Un chef bávaro, Herr Dannenberg, prepara un impresionate despliegue de platos vegetarianos, salados y sabrosos, tan agradables a la vista como lo son al paladar, todo de acuerdo al estándar alimenticio que exige Hitler. Pero en la casa Wachenfeld hay también una generosa mesa para invitados de otros gustos. Aquí los bons viveurs como el mariscal de campo Goering y Joachim von Ribbentrop se reúnen para cenar."

Menos de un año más tarde, Alemania invadió Polonia. Inglaterra y Francia le declararon la guerra.

Source: El Diario
http://www.eldiario.es/cultura/historia/Hitler-asesor-imagen-genio_0_426257675.html

Saturday, September 5, 2015

Los alemanes sabían lo que ocurría en los campos de concentración y exterminio

Miles de gafas amontonadas en las cámaras de gas de Auschwitz. | Efe
Rosalía Sánchez | Berlín
Actualizado lunes 27/06/2011 11:36 horas

Cualquier alemán que vivió durante el Tercer Reich podía saber y posiblemente sabía lo que estaba pasando en los campos de concentración nazis. El diario personal que un funcionario alemán, Friedrich Kellner, escribió entre 1939 y 1945 demuestra que el ciudadano medio alemán conocía los crímenes nazis, era consciente de estar viviendo en un "Estado del terror", y callaba.

Durante los juicios de desnazificación y en toda una escuela de literatura y cinematografía de la segunda mitad del siglo XX se ha ido imponiendo la imagen de un pueblo alemán que apenas era capaz de entrever lo que estaba haciendo Hitler y que no era consciente del material que componían las cenizas esparcidas desde las chimeneas de los hornos crematorios.

El hallazgo y publicación del diario de este funcionario judicial que trabajaba en Laubach, Hesse, ofrece sin embargo una respuesta diferente a la pregunta que historiadores y filósofos alemanes siguen haciéndose hoy en día: ¿qué podía saber el individuo anónimo y en qué medida, por tanto, puede ser considerado responsable? Y la respuesta es quizá no conocían a fondo los detalles técnicos, pero sí comprendían las líneas directrices de la política nazi, sus objetivos y los medios que utilizaban.

Apuntes de una guerra

Kellner refiere conversaciones mantenidas al azar y cita fuentes de acceso público como periódicos y programas de radio y en menos de un año de gobierno nazi ya había llegado a una conclusión certera. "Está claro, se trata del exterminio de los judíos y los polacos", escribe horrorizado. Especialmente irónicos son sus comentarios sobre las noticias y partes de guerra en los que descubre con enorme facilidad el material de propaganda del régimen, cuya escasa coherencia planteaba dudas a cualquier análisis medianamente crítico.

El 1 de septiembre de 1940 anota: "Si debemos creer lo que leemos todos los días en los periódicos, nuestros aviadores van de paseo. El enemigo impacta solamente en cielo abierto, además de en cementerios y hospitales. Y cuando muere un piloto, nos dicen que ha sido a causa de un ataque aéreo pirata inglés. Y repiten que la intención de nuestros vuelos no es la de llevar a cabo ataques aéreos. Si no queremos ataques aéreos, ¿para qué estamos en guerra?", se pregunta.

Kellner desarrolla tretas para burlar lo que califica como "una propaganda cada día más agresiva". Ante la falta de información sobre bajas alemanas en la guerra, cuenta en octubre de 1941 las esquelas del periódico 'Hamburger Fremdenblatt', 281, y calcula multiplicando esta cifra por los 250 diarios que publican esquelas en Alemania, una media de 30.000 muertos al mes, anotando que "la cifra debe ser aún más alta, porque muchos soldados rasos no reciben el honor de una esquela".

Una visión distinta

Las 900 páginas de anotaciones de Kellner difieren de otras publicadas anteriormente como las del Darl Dürkefälder o Victor Klemperer, en que el autor no era un intelectual ni disfrutaba de una situación económica desahogada.

Nació en 1885 en Vaihingen an der Enz, cerca de Stuttgart. Su padre trabajaba como panadero, su madre como empleada doméstica. En 1903 comenzó su formación como oficial jurídico en Maguncia y después de haber cumplido con el servicio militar obligatorio encontró empleo en la corte de Maguncia. Allí trabajó hasta 1932 y ascendió al puesto de inspector judicial provisional. Su padre había simpatizado con el socialismo y Kellner constata en las notas su estupefacción por el hecho de que la República de Weimar hubiera derivado en el nazismo con tan terribles consecuencias.

El diario ha permanecido en poder de la familia y acaba de ser publicado en dos volúmenes bajo el título 'Cuando está nublado, todos los cerebros oscurecen' por la editorial Wallenstein, de Göttingen.

Source: El Mundo (España)
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/06/27/internacional/1309166654.html

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