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Friday, June 17, 2016

'Los diarios de Turner', el 'bestseller' que pudo inspirar el asesinato de Jo Cox

Más allá de su personalidad solitaria, el sospechoso Tommy Mair era un ferviente lector de contenidos racistas y antisemitas. Sus vecinos hablan de "obsesión" por los libros

Tommy Mair, presunto asesino de la diputada Jo Cox.

Álvaro G. Zarzalejos
17.06.2016 – 19:57 H.

En 1974, el físico estadounidense William Luther Pierce fundó la organización 'National Alliance', una plataforma supremacista blanca y antisemita que aboga por una limpieza étnica que devenga en la constitución de "un nuevo mundo blanco". Pese a ser norteamericana, la asociación cuenta con seguidores de todo el mundo entre los que se encuentra Tommy Mair, el presunto asesino de la diputada Jo Cox.

Además de su actividad política, Luther Pierce cultivó su faceta de escritor con la novela 'Los diarios de Turner', una historia que relata una hipotética revolución racial a nivel mundial en la que toda la población judía y no blanca es exterminada. Fue publicada en 1978 bajo el seudónimo de Andrew Macdonald.

Lea una página del libro.
(Fuente: SPLC)
La novela retrata un mundo dominado por los judíos en el que Earl Turner, protagonista de la historia, pertenece a un movimiento clandestino que se enfrenta al Gobierno y a las políticas multiculturales vigentes. La destrucción de las oficinas del FBI y del Pentágono y la exterminación de todos los no blancos de California son algunos de los hechos ficticios que se describen.

La expansión de la novela fue tal que en 1995 la policía federal de Estados Unidos afirmó que se había convertido en la 'Biblia de la ultraderecha'. Desde su publicación, se han vendido más de medio millón de copias en todo el mundo.

Según ha revelado el Southern Poverty Law Center (SPLC), una ONG norteamericana especializada en la lucha contra el racismo, Mair pagó más de 600 dólares a National Alliance a cambio de diferentes libros que incluían, entre otras cosas, instrucciones sobre cómo construir una pistola casera. 'Química de polvos explosivos', 'Incendiarios' y 'Manual de municiones improvisadas' son algunos de los títulos que adquirió tal y como se puede ver en la siguiente factura:

Factura donde se pueden ver los libros comprados. (Fuente: SPLC)
Mención aparte para 'Ich Kampfe', un manual ilustrado que se distribuía a los miembros del partido nazi alemán en 1942 y por el que Mair pagó cerca de 20 dólares. Otra de las facturas revela que en 2003 se suscribió a 'National Vanguard', la revista editada por 'National Alliance'.

Suscripción a la revista 'National Vanguard'. (Fuente: SPLC)
Más allá de su personalidad solitaria y servicial, los vecinos de Mair han revelado que pasaba mucho tiempo en la biblioteca local y que su casa estaba llena de libros. "Estaba obsesionado con los libros", ha explicado una fuente cercana a la familia a 'The Guardian'.

Esa aparente voracidad lectora incluía suscripciones a publicaciones racistas como 'South African Patriots' y 'SA Patriot', esta última publicada por el grupo 'White Rhino Club', una asociación abiertamente partidaria del 'apartheid'. Un portavoz de esta última publicación ha confirmado a la CNN que Mair se suscribió en la década de los ochenta y que desde entonces no han vuelto a hablar con él.

Uno de los aspectos clave de la investigación es su vínculo con la extrema derecha. Las autoridades han registrado su casa en busca de cualquier tipo de material que lo relacione. Por el momento, su nombre aparece relacionado con una web extremista, según recoge 'The Guardian'.

La ficción se convierte en realidad

Desde su publicación, la novela ha sido señalada como catalizador de varios atentados. En 1995, Timothy McVeight detonó un camión lleno de explosivos caseros en Oklahoma que provocó la muerte de 168 personas. Fue el peor atentado de la historia de Estados Unidos hasta el 11-S. Tras ser detenido, la prensa norteamericana señaló que entre sus pertenencias se había encontrado una copia de la novela.

Portada de la novela.
Unos años más tarde, el neonazi británico David Copeland confesó a la policía que se había inspirado en el libro tras haber matado a tres personas en un ataque con bombas contra la comunidad negra y gay londinense de 1999.

Otro caso más reciente ocurrió en 2006 en Massachusetts. Jacob Robida, un joven de 18 años, irrumpió en un bar homosexual donde atacó a varias personas con un hacha y disparó con un arma. Cuando las autoridades registraron su casa encontraron banderas nazis, películas racistas y varios libros entre los que se encontraba la citada novela.

La policía británica continúa con la investigación del asesinato de Jo Cox. Varios testigos presenciales han contado que el autor llevaba una pistola "antigua" y que durante la agresión gritó "Britain first!" (Reino Unido primero, en castellano), una posible alusión a un grupo ultraderechista que ya ha negado cualquier implicación en el incidente.

Jo Cox era de una de las parlamentarias en alza dentro del Partido Laborista. Cox se había mostrado en contra de la salida de Reino Unido de la Unión Europea al alegar, entre otras cuestiones, que no solucionaría el problema de la inmigración.

Precisamente, los euroescépticos esgrimen el descontrol migratorio como una razón para abandonar el club comunitario. Si Reino Unido no está sujeto a Europa, las competencias recaerían en Londres desde donde tendrían un mayor margen de maniobra.

Source: El Confidencial
http://www.elconfidencial.com/mundo/2016-06-17/tommy-mair-sospechoso-asesinato-jo-cox-los-diarios-de-turner_1219105/

Sunday, February 28, 2016

El mito de la conspiración mundial judía

El judío es avaro, usurero, malvado en esencia, culpable de la muerte de Cristo y de un aspecto físico repulsivo, o al menos así lo describen los prejuicios que perduran hasta prácticamente nuestros días. Este pensamiento dañino nace poco después del propio cristianismo, sectas múltiples del judaísmo que acaban condenando sus orígenes por no entender que los demás judíos no reconocieran al Mesías en la figura de Jesús de Nazaret. Así, a medida que avanza la Edad Media el judío se convierte en un ser demonizado, un chivo expiatorio para todo tipo de desastres, sea una guerra o un brote de peste. Son bien conocidos los ataques populares a aljamas judías causando auténticas masacres, tanto en los reinos hispánicos como en comunidades árabes, no tratándose de un fenómeno aislado sino presente en gran parte de Europa. La Iglesia católica, lejos de auspiciar la paz interreligiosa, proclama la servidumbre del pueblo judío, y reitera a lo largo de los siglos la obligación de llevar señales distintivas. Algunos pensadores eclesiásticos no dudan en afirmar desde el púlpito, o desde obras de carácter culto, que los judíos ayudarían al Anticristo a su llegada, condenando así la humanidad.

Este odio tradicional es de carácter religioso, y al menos en la teoría desaparece con la conversión del individuo al cristianismo. Sin embargo, el antijudaísmo irá sufriendo notorios cambios con el nacimiento de la Ilustración y el ocaso del Antiguo Régimen. 1789 se configura, como en tantos otros aspectos, en un momento clave, puesto que se reconoce la libertad religiosa y con ello, la igualdad del pueblo judío. Mas, en la Francia revolucionaria existen numerosas voces conservadoras, especialmente de carácter eclesiástico, que repudian y temen los cambios asociados a la Revolución, y ya en fecha tan temprana como 1797 surge la primera noticia de una supuesta conspiración. Gracias al jesuita francés Augustín Barruel se difunde la idea de un gran complot, un tanto bizarro, conformado por templarios, masones, illuminati, ilustrados y poco después, también judíos, que habían promovido la Revolución Francesa.

La figura del judío se estaba convirtiendo nuevamente en culpable máximo de lo que para muchos era un desastre, la modernidad en sí misma. Símbolo de la aceptación, los judíos adquirieron los mismos derechos y deberes que cualquier francés, con la posibilidad de integrarse en la administración del Estado y participar de forma plena en la actividad económica. Esta tendencia se expande junto al ejército napoleónico y, de forma análoga, algunos conversadores difunden textos semejantes a los de Barruel que involucran al pueblo judío en un proyecto maligno para dominar el mundo. Estos escritos llegan con facilidad a Alemania durante todo el siglo XIX, donde tienen cierto éxito, pero son especialmente destacados en Rusia, cuyo antisemitismo estaba muy arraigado y sin encontrar censura por parte del Estado.

Sin ignorar la influencia recibida, en una Rusia que antes de la Revolución bolchevique contaba fácilmente con más de cinco millones de judíos en su seno, se crean nuevos textos incendiarios que fomentan el mito de la conspiración mundial judía. Claros ejemplos son la obra de Brafman, llamada El libro de la Kahal, en el cual mantiene la existencia de una organización secreta judía; o los escritos panfletarios de Hippolyte Lutostanski, quien afirma que los judíos practicaban asesinatos rituales. Resulta fácil observar cómo se combinan viejos prejuicios propios del cristianismo con un temor al judío como figura moderna, mezcla que es absorbida con avidez por la población rusa que vivía una situación socio-económica dramática a finales de siglo.

Edición francesa de los
Protocolos de los sabios de Sion.
Fuente.
Es durante esa última década del XIX cuando nace una obra tan influyente y letal como irracional: los Protocolos de los Sabios de Sión. Se trata de un escrito cuyo origen resulta confuso, si bien Norman Cohn lo sitúa en Francia entre los años 1897-1898, aunque la primera publicación conocida se da en San Petersburgo en el año 1903. Más que de un texto original, se trata de una falsificación de un libro satírico de Maurice Joly datado en 1864, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu. Parte del contenido original, una crítica al régimen de Napoleón III, había sido sustituido por el plan de aquel grupo de sabios judíos, siniestros y malvados, para dominar el mundo a través del oro y el liberalismo, así como una descripción de aquel reino nuevo cuyo fin último es esclavizar y convertir a la humanidad a la religión judaica. Una vez más, el judío es usurero y símbolo de la modernidad, sin ignorar que la masonería tendría un gran lugar en su confabulación.

Aunque el documento en sí era cuestionable y descabellado, se difundió de forma acelerada por Rusia y centroeuropa. Especialmente en el Imperio Ruso parecían existir numerosos grupos conservadores que fomentaban la publicación y expansión del panfleto. Tanto es así que la falsificación pudo haberse producido por miembros de la Ojrana, el cuerpo de policía secreto de la Rusia zarista. Esta divulgación llevó a la exacerbación del antisemitismo, suficiente para producir numerosos pogromos, estallidos de violencia popular contra la minoría judía, que causaba gran número de víctimas mortales. Era tal el grado de arraigo del odio, o quizás de la normalización del rechazo, que existían personajes que provocaban pogromos de forma cuasi profesional, los llamados pogromshchiki, que propagaban, entre otros muchos prejuicios, los rumores de rituales de sangre.

Es durante la propia Revolución rusa cuando los Protocolos llegan a la mayor parte de la población, circulando entre los soldados y calando hondo entre los del Ejército Blanco. Se produce en este contexto una dicotomía sumamente dura para los judíos rusos, ya que los partidarios de Ejército Blanco asumen una responsabilidad de la comunidad judía en el asesinato de la familia imperial, mientras que el Ejército Rojo, lejos de sentir simpatía por los judíos aunque sin una política abiertamente antisemita, participa en matanzas de la población judía. Más allá de las miles de muertes violentas que se producen en la Guerra Civil Rusa, nace ahora un nuevo y poderoso prejuicio que pronto llegaría al resto de Europa: la conspiración judeo-comunista.

Una vez finalizado el conflicto ruso, muchos de los blancos se ven obligados a huir. Entre los destinos predilectos de aquéllos hombres se encontraba Alemania, donde los rusos procuraron a toda costa difundir la conspiración judía, asociada al elemento soviético, para que las demás potencias europeas ayudaran a restablecer el orden. Fueron ex-miembros del Ejército Blanco los primeros en fomentar la publicación de los Protocolos en Alemania, alcanzando un éxito considerable. No obstante, aquel fenómeno se vería desbordado al finalizar la Primera Guerra Mundial y quedar Alemania humillada. ¿Cómo era posible que se hubiera perdido la guerra? ¿Quién era el culpable? Los judíos debían serlo, sin duda, o al menos así lo presentan numerosos libros que se editan en los primeros años tras el conflicto.

A esto le podemos añadir una corriente conservadora y nacionalista que comenzaba a triunfar en Alemania, conocida como völkisch, que reivindicaba la superioridad racial del pueblo alemán. Encontraba su apoyo en una población que anhelaba el reconocimiento tras la dura derrota, y no solamente entre las clases populares, sino que tuvo amplia difusión en la universidad y su élite intelectual. En este punto, el antijudaísmo religioso había derivado en un antisemitismo racial claro, influido en parte por el darwinismo social.

“El judío. Incitador de la guerra.
Prolongador de la guerra”. Fuente.
La conspiración mundial judía, aquel culmen perfecto de prejuicios, de rechazo religioso, de sentimientos raciales y conservadurismo político, viaja a cada extremo de Europa a través de los Protocolos de los Sabios de Sión. Según el país de publicación se suprimen unas partes o se añaden otras, adaptando el odio. En Gran Bretaña se suprimen las críticas británicas, de forma obvia; en Estados Unidos las críticas a la masonería se rellenan con una aversión al bolchevismo, pero es en la Alemania previa al ascenso de Hitler, y bajo el mandato del nazismo, donde esta idea alcanza su plenitud.

El judío es ya el máximo enemigo de Alemania, ensucia y pervierte la raza aria, y desde el Partido Nacionalsocialista se otorga credibilidad a la conspiración judía como a los Protocolos. El discurso es claro, el judío internacional ha manipulado las potencias europeas, posee el poder, ha traicionado a Alemania. Este proceso de propaganda resulta de vital importancia si tenemos en cuenta que ejerce un efecto distanciador, a nivel emocional, entre la población alemana y sus compatriotas judíos. En el momento en que comiencen las leyes restrictivas como Núremberg, por no hablar ya de las deportaciones masivas, existirá un silencio que en cierta parte se debe a décadas de publicaciones antisemitas que deshumanizan al judío.

Resultaría simplista explicar el Holocausto a través del mito de la conspiración mundial judía, puesto que se trata de uno de los fenómenos más complejos de la Historia, pero podemos afirmar que la difusión de esta creencia fomentó el pensamiento antisemita en gran parte de los sectores conservadores de Europa. Ha sido y es herramienta de manipulación y control de masas, pues a raíz de los enfrentamientos continuos en Oriente, especialmente el conflicto palestino-israelí, los Protocolos de los Sabios de Sión siguen tan vivos como en el siglo XIX, y con ello el odio y prejuicio generalizado hacia la comunidad judía, mucho más allá de las fronteras de Israel.

Bibliografía

-BEN-ITTO, Hadassa, ”The Lie That Wouldn’t Die: The Protocols of the Elders of Zion, Londres”, Portland, Oregon, 2005

-BRONNER, Stephen Eric, “A Rumor About the Jews: Reflections on Antisemitism and the Protocols of the Learned Elders of Zion”, Oxford, Oxford University Press, 2003.

-JOHN, Norman, “El mito de la conspiración judía mundial. Los protocolos de los Sabios de Sión”, Alianza Editorial, Madrid, 1983.

-MASON, Philip, “Warrant of Genocide: The Myth of the Jewish World-Conspiracy and the Protocols of the Elders of Zion. by Norman Cohn” En Man, New Series, Vol. 2, Septiembre 1967.

-TOTTEN, Samuel; JACOBS, S.L. (eds.), “Pioneers of the Genocide Studies. New Brunswick”, New Jersey, 2002.

Redactor: Sandra Suárez García
Graduada en Historia por la Universidad de Santiago de Compostela. Máster en Docencia y Máster de Historia (EURAME) por la Universidad de Granada. Interés en historia medieval, la historia de las minorías y especialmente en estudios sobre la comunidad judía.

Source: Témpora Magazine de Historia (España)
http://www.temporamagazine.com/el-mito-de-la-conspiracion-mundial-judia/

Sunday, August 9, 2015

Race? Debunking a Scientific Myth - Book

Race? Debunking a Scientific Myth
Ian Tattersall and Rob DeSalle

Race has provided the rationale and excuse for some of the worst atrocities in human history. Yet, according to many biologists, physical anthropologists, and geneticists, there is no valid scientific justification for the concept of race.

To be more precise, although there is clearly some physical basis for the variations that underlie perceptions of race, clear boundaries among “races” remain highly elusive from a purely biological standpoint. Differences among human populations that people intuitively view as “racial” are not only superficial but are also of astonishingly recent origin.

In this intriguing and highly accessible book, physical anthropologist Ian Tattersall and geneticist Rob DeSalle, both senior scholars from the American Museum of Natural History, explain what human races actually are—and are not—and place them within the wider perspective of natural diversity. They explain that the relative isolation of local populations of the newly evolved human species during the last Ice Age—when Homo sapiens was spreading across the world from an African point of origin—has now begun to reverse itself, as differentiated human populations come back into contact and interbreed. Indeed, the authors suggest that all of the variety seen outside of Africa seems to have both accumulated and started reintegrating within only the last 50,000 or 60,000 years—the blink of an eye, from an evolutionary perspective.

The overarching message of Race? Debunking a Scientific Myth is that scientifically speaking, there is nothing special about racial variation within the human species. These distinctions result from the working of entirely mundane evolutionary processes, such as those encountered in other organisms.

IAN TATTERSALL, curator emeritus in the American Museum of Natural History, is also the author of Paleontology: A Brief History of Life (Templeton Press, 2010), The Fossil Trail: How We Know What We Think We Know about Human Evolution (Oxford University Press, 2009), and The World from Beginnings to 4000 BCE (Oxford University Press, 2008).

ROB DESALLE is a curator at the American Museum of Natural History in the Sackler Institute for Comparative Genomics. He curated the American Museum of Natural History’s new Hall of Human Origins (2006) and has written more than 300 peer-reviewed scientific publications and several books. Tattersall and DeSalle recently coauthored Human Origins: What Bones and Genomes Tell Us about Ourselves (Texas A&M University Press, 2007).

What Readers Are Saying:

"In the footsteps of Haddon and Huxley, a prominent anthropologist and a prominent evolutionary geneticist have teamed up to give us a powerful scientific critique of the commonsensical idea of race. Distinguished scholars and skilled communicators, Ian Tattersall and Rob DeSalle show clearly how “race” simply cannot be used as a synonym for “human biological diversity”. In the age of genomics, this partnership of intellectual specialties is particularly valuable, and the result is a splendid testament to the merits of trans-disciplinary collaborations."--Jon Marks, Department of Anthropology, University of North Carolina-Charlotte

"If you think you understand what 'race' is, read this book!"--Ian Paulsen, Birdbooker Report, The Guardian

"Tattersall and DeSalle argue that not only are the differences between the classically defined "races" very superficial, they are also of suprisingly recent origin...The diversity among us has risen in a blink of evolution's eye...began to reverse as formerly isolated human groups came back into contact and interbred...Tattersall and DeSalle confront those industries head on and in no uncertain terms, arguing that "race-based medicene" and "race-based genomics" are deeply flawed."--Jan Sapp, professor in the biology department at York University in Toronto, American Scientist

"This well-written, enjoyable book should be suitable for a broad range of readers interested in human diversity, its origins, and its future."--S.D. Stout, Choice

"Race? is an accessible primer on much of the biological theory relevant to the question of race...this book appeals to both general readers and students of biology, anthropology, and the history and philosophy of science as a valuable, if incomplete, overview of the topic's major themes."--Paul Mitchell, Expedition

"In Race? Debunking a Scientific Myth, they [the authors] dismantle the biological notion of race...the authors argue that a valid justification for the concept of race does not exist...that all the variations we characterize as 'racial' accumulated over a relatively short time span...an informative, well-researched, and well-written contribution to the scientific, intellectual (and even mundane) discourse on the lingering problem of race."--Okori Uneke, International Social Science Review

"This is a helpful book for anyone who wants a short, accurate and scholarly appraisal of race as a concept . . . Students in both anthropology and human genetic courses will benefit from the discussions this book will provide."--Quarterly Review of Biology

“Tattersall and DeSalle expertly and clearly summarize the scientific findings that provide the best evidence about the insignificance of race. They also survey, usefully and succinctly, the history of ideas about race from the Enlightenment through the genome project. Summarizing current biological and archaeological work, Tattersall and DeSalle note that all humans have a genetic make-up nearly 100 percent African in Origin.” — Victorian Studies

Source: Texas A&M University Press website
http://www.tamupress.com/product/Race,6744.aspx

Saturday, August 8, 2015

Race Finished - Jan Sapp

Race Finished. Jan Sapp

RACE?: Debunking a Scientific Myth. Ian Tattersall and Rob DeSalle. xviii + 226 pp. Texas A&M University Press, 2011. $35.

RACE AND THE GENETIC REVOLUTION: Science, Myth, and Culture. Edited by Sheldon Krimsky and Kathleen Sloan. xiv + 296 pp. Columbia University Press, 2011. $105 cloth, $35 paper.

Few concepts are as emotionally charged as that of race. The word conjures up a mixture of associations—culture, ethnicity, genetics, subjugation, exclusion and persecution. But is the tragic history of efforts to define groups of people by race really a matter of the misuse of science, the abuse of a valid biological concept? Is race nevertheless a fundamental reality of human nature? Or is the notion of human “races” in fact a folkloric myth? Although biologists and cultural anthropologists long supposed that human races—genetically distinct populations within the same species—have a true existence in nature, many social scientists and geneticists maintain today that there simply is no valid biological basis for the concept.

The consensus among Western researchers today is that human races are sociocultural constructs. Still, the concept of human race as an objective biological reality persists in science and in society. It is high time that policy makers, educators and those in the medical-industrial complex rid themselves of the misconception of race as type or as genetic population. This is the message of two recent books: Race?: Debunking a Scientific Myth, by Ian Tattersall and Rob DeSalle, and Race and the Genetic Revolution: Science, Myth, and Culture, edited by Sheldon Krimsky and Kathleen Sloan. Both volumes are important and timely. Both put race in the context of the history of science and society, relating how the ill-defined word has been given different meanings by different people to refer to groups they deem to be inferior or superior in some way.

Before we turn to the books themselves, a little background is necessary. A turning point in debates on race was marked in 1972 when, in a paper titled “The Apportionment of Human Diversity,” Harvard geneticist Richard Lewontin showed that human populations, then held to be races, were far more genetically diverse than anyone had imagined. Lewontin’s study was based on molecular-genetic techniques and provided statistical analysis of 17 polymorphic sites, including the major blood groups in the races as they were conventionally defined: Caucasian, African, Mongoloid, South Asian Aborigines, Amerinds, Oceanians and Australian Aborigines. What he found was unambiguous—and the inverse of what one would expect if such races had any biological reality: The great majority of genetic variation (85.4 percent) was within so-called races, not between them. Differences between local populations accounted for 8.5 percent of total variation; differences between regions accounted for 6.3 percent. The genetic divergence between geographical populations in the course of human evolution does not compare to the variation among individuals. “Since such racial classification is now seen to be of virtually no genetic or taxonomic significance either, no justification can be offered for its continuance,” Lewontin concluded.

Further research has supported that conclusion. In 2000, at a White House event celebrating their completion of the first draft of the human genome, Craig Venter of the Institute of Genetic Research and Francis Collins of the National Institutes of Health declared that the concept of race had no genetic basis. Genetics offered no support for those wishing to place precise racial boundaries around groups. Despite rebuttals and objections, no matter how one cuts it, the data have come out much the same: Between 5 and 7 percent of human genetic diversity is between subgroups within the classically defined races; 6 to 10 percent of the total human variation is between those groups that we think of as races in an everyday sense based on skin color. The remainder of the variation occurs at the individual level and cannot be categorized by group or subgroup.

Certainly some traits are more clustered in specific populations than in others, such as skin color, hair form, nose shape and blood type. But race is little more than skin deep in biological terms, and individuals are frequently more genetically similar to members of other so-called races than they are to their own said race.

Race?: Debunking a Scientific Myth is a beautifully presented book, elegantly reasoned and skillfully written. Tattersall, a physical anthropologist, and DeSalle, a geneticist, are both senior scholars at the American Museum of Natural History. Their aim is to explain human diversity in terms of human evolution and dispersal since our ancestors walked out of Africa some 100,000 years ago. The patterns of diversity, they write, reflect the processes of divergence and reintegration, the yin and yang of evolution.

In biology, a grouping has biological meaning based on principles of common descent—the Darwinian idea that all members of the group share a common ancestry. On this basis, and on the ability to interbreed, all humans are grouped into one species as Homo sapiens, the only surviving member of the various species that the genus comprised. Species are arranged within the “tree of life,” a hierarchical classification that situates each species in only one genus, that genus only in one family and so on. Nothing confuses that classification more than the exchange of genes between groups. In the bacterial world, for example, gene sharing can occur throughout the most evolutionarily divergent groups. The result is a reticulate evolution—a global net or web of related organisms, and no species. Among humans, reticulation occurs when there is interbreeding within the species—mating among individuals from different geographical populations. The result of such genetic mixing of previously isolated groups—due to migrations, invasions and colonization—is that no clear boundaries can be drawn around the variety of humans, no “races” of us.

The data for tracking lineages come from genomics, DNA comparisons and the study of genetic markers. Tattersall and DeSalle argue that not only are the differences between the classically defined “races” very superficial, they are also of surprisingly recent origin; the variety of human populations seems to have both accumulated and begun to reintegrate within the past 50,000 to 60,000 years. The diversity among us has arisen in a blink of evolution’s eye. The process of relative geographic isolation of local populations into what might have been true races (genetically differentiated populations) during the last Ice Age began to reverse as formerly isolated human groups came back into contact and interbred. That reintegration, which has occurred intermittently throughout human history, is sped up today because of great migration and widespread mating of individuals from disparate geographic origins. The result is that individuals identified as belonging to one “race,” based on the small number of visible characters used in historical race definitions, are likely to have diverse ancestry. The distinction between ancestry and race has important implications, as the authors discuss.

Although race is void of biological foundation, it has a profound social reality. All too apparent are disparities in health and welfare. Despite all the evidence indicating that “race” has no biological or evolutionary meaning, the biological-race concept continues to gain strength today in science and society, and it is reinforced by those who design and market DNA-based technologies. Race is used more and more in forensics, medicine and the genetic-ancestry business. Tattersall and DeSalle confront those industries head on and in no uncertain terms, arguing that “race-based medicine” and “raced-based genomics” are deeply flawed. Individuals fall ill, not populations. Belonging to any socioculturally defined race is a poor predictor of an individual’s genes, and one’s genes a poor predictor of one’s health.

Race and the Genetic Revolution: Science, Myth, and Culture arose from two projects, both funded by the Ford Foundation and organized by the Council for Responsible Genetics, that “examined the persistence of the concept of human races within science and the impacts such a concept has had on disparities among people of different geographical ancestries.” The first project brought together academics and social-justice advocates to discuss “racialized” forensic DNA databases and seek policy solutions. The second focused on the effects of modern genetic technology in reinscribing and naturalizing the concept of race in science and society. The resulting book is a fine and richly textured compilation, in which a multidisciplinary group of scholars explore racialized medicine, various uses of genetic testing in forensics and the genetic-ancestry industry, and attempts to link intelligence and race.

Sociologist Troy Duster argues that the growing genetic-ancestry industry not only reinforces a biological conception of race but is sorely in need of government regulation in regard to claims made and accuracy of methods used to pinpoint ancestry, as was suggested by the American Society of Human Genetics in 2008.

Nowhere is the need for new government regulations more evident than in the collection, use and storage of DNA for forensic purposes, all of which have increased dramatically over the past two decades. In the chapter opening a section devoted to this subject, Michael T. Risher, staff attorney at the American Civil Liberties Union of Northern California, explains that in California suspected felons are required to give DNA samples. About 30 percent of those suspects are not convicted; whether they are convicted or not, their DNA profile remains in the database, making them “potential suspects whenever DNA is recovered from a crime scene.” A disproportionate number of those innocent people whose DNA is stored are people of color.

The same holds for Britain, as Helen Wallace, director of the advocacy group GeneWatch UK, explains. Six percent of the white population of Britain has records in the country’s DNA database. In contrast, Wallace writes, “approximately 27 percent of the entire black population, 42 percent of the male black population, 77 percent of young black men and 9 percent of all Asians have records on the National DNA Database.” An estimated 55 percent of these people have not been charged or convicted of any offense. The retention of DNA from everyone who has been arrested raises important privacy and civil-rights concerns, Wallace notes. The creation of a permanent “list of suspects” has the potential for various abuses and misuses. The practice may result in “the exacerbation of discrimination in the criminal justice system,” she writes.

A different aspect of racial profiling is evident in the growing industry of racialized medicine, whose proponents might argue that even if race has no evolutionary or biological meaning, it can still be useful for medical treatments. After all, more and more diseases are reportedly correlated with ethnicity and race. But as evolutionary biologists Joseph L. Graves Jr. and Jonathan Kahn argue in their respective chapters on the subject, racialized medicine is a bad investment and is bound to fail for two reasons. First, although individual ancestries are useful on medical questionnaires, ancestry should not be conflated with race. “The issue is not primarily one of whether to use racial categories in medical practice but how,” Kahn writes.
Carefully taking account of race to help understand broader social or environmental factors that may be influencing health disparities can be warranted. . . . But it is always important to understand that race itself is not an inherent causal factor in such conditions.
As an example, he considers the drug called BiDil, FDA approved as an anti–heart-attack agent specifically marketed to African Americans on the grounds that they have a biological propensity for heart disease brought on by high blood pressure. Not only is the drug not effective for all African Americans, it is quite effective for many individuals who self-identify as Caucasian.

The second problem with racialized medicine is that it tends to overlook the evidence that discrimination, poverty, stress and restricted access to education and health care underlie the health disparities between ethnic groups in the United States. High blood pressure may be as much a social disease as a biological one. Graves notes that the U.S. National Institutes of Health allocates $2.7 billion per year for health-disparity research, much of which is based on the assumption that ethnic-minority populations are genetically predisposed to specific complex diseases. Graves argues that until this “false paradigm” that focuses on genes instead of social causes of diseases is toppled, “much of this research is following a fool’s errand.” There is no pill we can take to cure social disorders, but genetic-testing technologies may provide insight into an individual’s predisposition for a disease and the optimal use of certain drugs. Racialized medicine needs to be replaced by sound “evolutionary medicine,” based on ancestral geographic origins, socioeconomic status and other cultural factors.

Science has exposed the myth of race, but as the diverse array of essays in Race and the Genetic Revolution shows, folk conceptions of racial typology are kept alive in various sociopolitical forms, and proponents of various DNA-based technologies continue to use erroneous biological conceptions of race as the rationale for using these technologies. Race is not just a sociocultural construct; it is a technological and commercial artifact that persists today.

Jan Sapp is a professor in the biology department at York University in Toronto. His most recent book is The New Foundations of Evolution: On the Tree of Life (Oxford University Press, 2009).

Source: American Scientist
http://www.americanscientist.org/bookshelf/pub/race-finished

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