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Friday, June 17, 2016

'Los diarios de Turner', el 'bestseller' que pudo inspirar el asesinato de Jo Cox

Más allá de su personalidad solitaria, el sospechoso Tommy Mair era un ferviente lector de contenidos racistas y antisemitas. Sus vecinos hablan de "obsesión" por los libros

Tommy Mair, presunto asesino de la diputada Jo Cox.

Álvaro G. Zarzalejos
17.06.2016 – 19:57 H.

En 1974, el físico estadounidense William Luther Pierce fundó la organización 'National Alliance', una plataforma supremacista blanca y antisemita que aboga por una limpieza étnica que devenga en la constitución de "un nuevo mundo blanco". Pese a ser norteamericana, la asociación cuenta con seguidores de todo el mundo entre los que se encuentra Tommy Mair, el presunto asesino de la diputada Jo Cox.

Además de su actividad política, Luther Pierce cultivó su faceta de escritor con la novela 'Los diarios de Turner', una historia que relata una hipotética revolución racial a nivel mundial en la que toda la población judía y no blanca es exterminada. Fue publicada en 1978 bajo el seudónimo de Andrew Macdonald.

Lea una página del libro.
(Fuente: SPLC)
La novela retrata un mundo dominado por los judíos en el que Earl Turner, protagonista de la historia, pertenece a un movimiento clandestino que se enfrenta al Gobierno y a las políticas multiculturales vigentes. La destrucción de las oficinas del FBI y del Pentágono y la exterminación de todos los no blancos de California son algunos de los hechos ficticios que se describen.

La expansión de la novela fue tal que en 1995 la policía federal de Estados Unidos afirmó que se había convertido en la 'Biblia de la ultraderecha'. Desde su publicación, se han vendido más de medio millón de copias en todo el mundo.

Según ha revelado el Southern Poverty Law Center (SPLC), una ONG norteamericana especializada en la lucha contra el racismo, Mair pagó más de 600 dólares a National Alliance a cambio de diferentes libros que incluían, entre otras cosas, instrucciones sobre cómo construir una pistola casera. 'Química de polvos explosivos', 'Incendiarios' y 'Manual de municiones improvisadas' son algunos de los títulos que adquirió tal y como se puede ver en la siguiente factura:

Factura donde se pueden ver los libros comprados. (Fuente: SPLC)
Mención aparte para 'Ich Kampfe', un manual ilustrado que se distribuía a los miembros del partido nazi alemán en 1942 y por el que Mair pagó cerca de 20 dólares. Otra de las facturas revela que en 2003 se suscribió a 'National Vanguard', la revista editada por 'National Alliance'.

Suscripción a la revista 'National Vanguard'. (Fuente: SPLC)
Más allá de su personalidad solitaria y servicial, los vecinos de Mair han revelado que pasaba mucho tiempo en la biblioteca local y que su casa estaba llena de libros. "Estaba obsesionado con los libros", ha explicado una fuente cercana a la familia a 'The Guardian'.

Esa aparente voracidad lectora incluía suscripciones a publicaciones racistas como 'South African Patriots' y 'SA Patriot', esta última publicada por el grupo 'White Rhino Club', una asociación abiertamente partidaria del 'apartheid'. Un portavoz de esta última publicación ha confirmado a la CNN que Mair se suscribió en la década de los ochenta y que desde entonces no han vuelto a hablar con él.

Uno de los aspectos clave de la investigación es su vínculo con la extrema derecha. Las autoridades han registrado su casa en busca de cualquier tipo de material que lo relacione. Por el momento, su nombre aparece relacionado con una web extremista, según recoge 'The Guardian'.

La ficción se convierte en realidad

Desde su publicación, la novela ha sido señalada como catalizador de varios atentados. En 1995, Timothy McVeight detonó un camión lleno de explosivos caseros en Oklahoma que provocó la muerte de 168 personas. Fue el peor atentado de la historia de Estados Unidos hasta el 11-S. Tras ser detenido, la prensa norteamericana señaló que entre sus pertenencias se había encontrado una copia de la novela.

Portada de la novela.
Unos años más tarde, el neonazi británico David Copeland confesó a la policía que se había inspirado en el libro tras haber matado a tres personas en un ataque con bombas contra la comunidad negra y gay londinense de 1999.

Otro caso más reciente ocurrió en 2006 en Massachusetts. Jacob Robida, un joven de 18 años, irrumpió en un bar homosexual donde atacó a varias personas con un hacha y disparó con un arma. Cuando las autoridades registraron su casa encontraron banderas nazis, películas racistas y varios libros entre los que se encontraba la citada novela.

La policía británica continúa con la investigación del asesinato de Jo Cox. Varios testigos presenciales han contado que el autor llevaba una pistola "antigua" y que durante la agresión gritó "Britain first!" (Reino Unido primero, en castellano), una posible alusión a un grupo ultraderechista que ya ha negado cualquier implicación en el incidente.

Jo Cox era de una de las parlamentarias en alza dentro del Partido Laborista. Cox se había mostrado en contra de la salida de Reino Unido de la Unión Europea al alegar, entre otras cuestiones, que no solucionaría el problema de la inmigración.

Precisamente, los euroescépticos esgrimen el descontrol migratorio como una razón para abandonar el club comunitario. Si Reino Unido no está sujeto a Europa, las competencias recaerían en Londres desde donde tendrían un mayor margen de maniobra.

Source: El Confidencial
http://www.elconfidencial.com/mundo/2016-06-17/tommy-mair-sospechoso-asesinato-jo-cox-los-diarios-de-turner_1219105/

Saturday, January 16, 2016

Le origini culturali del nazismo

L'intento del libro Genocidio di Georges Bensoussan, ora tradotto in italiano, è indagare quali sono le origini culturali del nazismo: si occupa cosí di un tema classico nella storia delle idee, in cui questa disciplina dispiega la sua grande importanza per comprendere la storia, ma anche tutti i suoi trabocchetti e i suoi terreni scivolosi, tutte le sue soluzioni facili e ingannevoli.

È possibile trattare delle origini culturali del Terzo Reich solo se si è convinti che il fenomeno nazionalsocialista non rappresenti una malattia repentina nella storia tedesca, ma sia stato preparato da autori, temi, discussioni, che in qualche modo lo hanno reso possibile.

È opportuno chiedersi subito se "origini" sia da intendere come "cause": ricostruire le correnti intellettuali che stanno a monte della nascita del regime hitleriano significa rintracciare il punto di partenza di atteggiamenti, stili di pensiero, convinzioni, che hanno avuto quel regime come effetto? Ovvero: la storia delle idee può essere illuminata a posteriori dall'esito al quale le idee individuate come origini hanno condotto? La forza della cultura uscirebbe molto rinvigorita da una simile convinzione, ma anche con una responsabilità che non sappiamo quanto sia lecito attribuirle.

Il termine "origini" non si impegna in una simile affermazione, ma suggerisce in realtà, anche quando non lo dice in modo esplicito, che le premesse culturali sono essenziali nella formazione e nell'affermazione di un simile regime. Preparano il terreno indispensabile mettendo in circolazione questioni e accenti che formano il contenuto ideologico del regime a venire, predispongono ad ascoltare con attenzione e con favore parole d'ordine altrimenti inaccettabili, insegnano a non reagire in modo decisamente negativo ai provvedimenti del governo che assume il potere. In definitiva, ogni ricerca che si incammini per questa strada tenta di rintracciare quali parti delle premesse intellettuali siano state messe in pratica dal regime che poi si è affermato. Una volta che le ha identificate, definisce quelle parti come le origini culturali di tale regime.

Bensoussan rintraccia le origini culturali del nazismo in cinque correnti, che colloca tutte tra la seconda metà dell'Ottocento e gli anni Venti del Novecento: l'antilluminismo, il biologismo applicato alla storia e alla cultura, il culto della violenza, l'antisemitismo, il pessimismo culturale. Definisce il nazismo esclusivamente in termini di sterminio degli ebrei. Collega in modo stretto le correnti culturali che ha individuato con il nazismo cosí concepito. In questo percorso, a prima vista lineare, si nascondono più interrogativi che risposte, più soluzioni apparenti che indagini circostanziate, e a ogni proposta di spiegazione si affiancano altrettanti dubbi.

Iniziamo dall'antilluminismo: con questo termine Bensoussan intende la ripresa, alla fine del XIX secolo, del pessimismo radicale sulla natura umana (che proprio per questo esige il controllo sui cittadini da parte di uno stato forte) che era stato tipico degli autori controrivoluzionari, dei quali viene preso a esempio e tipo ideale Joseph de Maistre. Essi, a loro volta, basavano le loro teorie su un cristianesimo controriformista che vedeva il mondo invaso dal diavolo, destinato a una catastrofe, bisognoso di salvezza. Da qui deriverebbe il pessimismo culturale fin-de-siècle che vedeva il mondo sotto il segno della decadenza.

Peccato che le correnti culturali siano meno univoche di quanto possano apparire a prima vista. Proprio di uno dei maggiori illuministi, Voltaire, era la convinzione dell'esistenza delle razze e della gerarchia fra di esse, mentre non tutto il pensiero critico della Rivoluzione francese si fa ridurre a

reazione. Esiste anche la posizione liberalconservatrice espressa da uno dei primi e maggiori autori che riflettono criticamente sul 1789, Edmund Burke. Lo stesso vale per il pessimismo culturale: questo non era solo di matrice cristiana, come nel testo si sostiene, ma anche neopagana, vagamente spiritualista, e nient'affatto caratterizzata in senso religioso.

Ancor più difficile è identificare un suo preciso esito politico. La salvezza dal declino del mondo moderno era osservata da parti diverse, opposte: il presente veniva criticato perché troppo democratico o perché lo era troppo poco, perché troppo astratto o troppo concreto, perché impotente o perché malato di efficientismo; la salvezza dal declino era pensata come ancien régime o come un mondo di uomini liberi e uguali che potessero coltivare la loro anima.

Si può essere pessimisti sulla natura umana senza per questo vedere con favore le camere a gas, si può leggere nel mondo moderno un declino inarrestabile senza per questo sposare le ragioni dell'Olocausto. Inoltre, l'odio per la democrazia, lo spirito borghese, il parlamentarismo, proveniva in quel periodo da destra e da sinistra: e anche se sommiamo la critica alla democrazia con l'idea che l'uomo non sia buono per natura, e perfino con l'idea che la civiltà sia in una fase declinante, ciò che ne risulta non è necessariamente una posizione fascista (come Bensoussan afferma), ma semplicemente antimodernista.

È arduo sostenere che l'antimodernismo coincida con il fascismo, dal momento che l'equazione non torna da nessuna delle due parti. Da un lato il fascismo, cosí come il nazismo, fu anche fede nello sviluppo, nella creazione di uno stato e di un uomo nuovi, nell'industria, nel futuro, nella modernità; dall'altro, l'antimodernismo non è necessariamente la premessa del totalitarismo, tanto è vero che esiste anche un antimodernismo di sinistra.

Anche per quel che concerne il biologismo e il razzismo, che per Bensoussan preparano lo sterminio, le domande sono numerose. È vero che la cancellazione dell'umanità dell'uomo effettuata dal nazismo prende avvio dallo studio scientifico dell'essere umano che lo considera come un animale tra gli altri animali? Tutto il darwinismo sociale può essere considerato alla luce della soppressione dei deboli, di coloro che risultano perdenti nella lotta per la sopravvivenza applicata alla società? In un infiacchimento degli esseri umani credeva, a esempio, un autore come George Orwell, a proposito del quale è difficile parlare di simpatie naziste. Dell'onnipresenza dell'idea di razza nel periodo esaminato il volume offre un quadro inquietante, ma dubitiamo che l'idea di razza implicasse per tutti coloro che la utilizzavano una gerarchia fra le razze, un miglioramento da apportare a esse, la soppressione di una parte della popolazione.

Scrive Bensoussan: «Nel momento in cui la classe porta allo scontro (ma, anche, al compromesso), la razza genera l'idea di sterminio». Occorre notare che vi sono stati stermini (come quello staliniano) che non muovevano dall'idea di razza; vi sono stati scontri generati dalla prospettiva di classe che si sono tradotti in genocidi (si veda la Cambogia), mentre la razza, nella quale crede, non conduce tutta la cultura scientista di fine Ottocento al razzismo, tanto che molti positivisti sono sostenitori di un riformismo socialista che del darwinismo riprende solo l'evoluzione intesa come un progresso lento e inevitabile che elimina la necessità della rivoluzione.

Nelle premesse culturali del nazismo a essere in questione è la modernità: «L'ossessione della razza … è da mettere in relazione con la perdita dei punti di riferimento in un mondo diventato inintelligibile, e segna quella linea di sicurezza in un momento in cui ogni limite sembra svanire». Quasi che la responsabilità della centralità della razza in quel periodo sia da attribuire a un mondo che perdeva radici, sicurezza, si modificava troppo velocemente per gli esseri umani, lasciando una terra sconvolta e un cielo vuoto.

Bensoussan legge il pessimismo culturale in senso antiebraico poiché a suo parere fa dell'ebreo il simbolo della modernità. Ma il pessimismo culturale è decisamente critico di una modernità urbana, sradicata, artificiale: non è necessariamente antiebraico, cosí come non lo è l'antimodernismo. Per Oswald Spengler (uno dei maggiori esponenti del pessimismo culturale di quegli anni), il nomade

abitatore delle megalopoli contemporanee, sradicato da ogni terra, era il prototipo dell'uomo moderno, non dell'ebreo. Il fatto che antisemiti e critici della modernità di fine Ottocento dirigano i loro strali verso le stesse caratteristiche – urbanesimo, industrialismo, freddezza, impersonalità, artificialità crescente della vita – non autorizza a identificare le due correnti. Scrive Bensoussan: «Sinonimo di eredità da trasmettere, la razza è ciò che resta di fronte all'angoscia per l'opera distruttrice del tempo, e a maggior ragione sotto un cielo vuoto». Ma l'antisemitismo non è affatto un esito scontato di quell'atteggiamento che vede nella modernità una caduta. Si legge: «L'ebreo è necessario al nostro mondo, poiché la sua presunta malvagità cristallizza l'inquietudine sorta da un universo nuovo e incomprensibile». Certo, è innegabile che l'ebreo abbia fatto da capro espiatorio: come tutti i capri espiatori, ha compattato chi lo condannava e lo uccideva. Ma è possibile ricondurre l'antisemitismo al disagio della modernità? Se cosí fosse, perché ogni paese moderno non ha avuto il suo antisemitismo?

La sostanza del nazismo consiste, a giudizio dell'autore, nello sterminio degli ebrei, cioè nel genocidio del titolo. Ovvio che il razzismo, l'antigiudaismo, l'ideologia guerresca, il machismo, il darwinismo sociale, siano riconosciuti quali sue premesse. L'antigiudaismo caratterizza l'Occidente dal Medioevo in poi: resta da spiegare perché proprio in quel momento divenne un'idea-forza capace di tradursi nella tragedia della Shoah. Se quelle premesse sono pressoché tautologiche, siamo certi che il pessimismo culturale rappresenti una premessa altrettanto ovvia, altrettanto indiscutibile del nazismo? Il pessimismo culturale esprime una ripulsa della modernità e la convinzione che un'epoca dalle caratteristiche cosí negative condurrà a una fine dei tempi, a una catastrofe certa. È importante il tentativo di prendere sul serio questa corrente: ma si tratta di una corrente culturale assai composita, che da questa indagine risulta invece appiattita: è difficile, poi, indicare quale sia la sua traduzione politica, arduo addirittura affermare se ne abbia una. Peraltro, il pessimismo culturale non coincide completamente con l'impostazione che il nazionalsocialismo dà alla sua visione della storia né alla sua considerazione del progresso materiale, del valore dell'industrialismo e della modernità.

Come regime reale, il nazismo non poteva essere troppo nostalgico, e doveva, accanto al vagheggiamento di epoche più organiche, più comunitarie, più solidali, più artigianali nella storia del mondo, promuovere la propria industria per competere ad armi pari con le altre nazioni. La stessa cosa accade nel fascismo italiano, dove la contrapposizione fra un'epoca di crisi storica e di declino (che coincideva con l'epoca liberale, e anche con l'urbanesimo, il macchinismo, l'egoismo individualista) e un'epoca alta che coincideva con il fascismo e si caratterizzava con un ritorno alla terra, all'artigianato, al lavoro delle mani, alla corporazione medievale, doveva comunque fare i conti con la promozione della grande industria, di quelle macchine che sciupano il mondo e che erano tanto deprecate.

L'esaltazione della violenza e della guerra che Bensoussan individua nella cultura europea tra 1880 e 1914 può essere ricondotta per intero a preparazione del sistematico stato di eccezione del nazismo e alle sue violenze? Può essere ritenuta «la matrice di una brutalizzazione della società» accentuata poi dalla Grande Guerra? In verità, nell'esaltazione della violenza tra la fine del XIX e gli inizi del XX secolo confluiscono elementi molto diversi: il marxismo ortodosso che rifiuta il compromesso revisionista con il parlamentarismo, la lotta alla società borghese di Georges Sorel, l'anarchismo e i primi movimenti nazionalisti di massa. Dalla critica a una società che elimina dalla vita degli uomini la competizione e il progresso riducendoli a meccanismi tutti uguali, dal richiamo alla necessità della lotta anche cruenta, possono essere tratte conseguenze diverse: da un vitalismo individuale alla definizione del conflitto e della competizione come molle dello sviluppo, dall'esaltazione della selezione a favore dei migliori in quella lotta che è la vita al richiamo a non abbandonarsi agli automatismi sociali.

Le origini culturali del nazismo
MICHELA NACCI

GEORGE BENSOUSSAN, Genocidio. Una passione europea, a cura di Frediano Sessi, trad. di Carlo Saletti e Lanfranco Di Genio, Venezia, Marsilio, pp. 396

MICHELA NACCI insegna Storia delle dottrine politiche all'Università dell'Aquila. La sua opera più recente è Storia culturale della Repubblica (Bruno Mondadori, 2009).

Source: La Rivista dei Libri
http://www.larivistadeilibri.it/2009/10/nacci.html

Thursday, January 14, 2016

Götz Aly: «Todos los alemanes, nazis o no, sacaron provecho del asesinato expoliador»

Sostiene que «el cien por cien» de alemanes se acomodó al régimen nazi seducidos por prebendas y beneficios a costa del patrimonio robado a los judíos exterminados, deportados y en países ocupados
Actualizado 10/03/2006 - 09:47:26

ANTONIO ASTORGA

MADRID. Tras el terremoto que desencadenó en Alemania, el profesor Götz Aly presenta en España «La utopía nazi» (Crítica). Aly relata para ABC las claves de cómo Hitler «compró» el silencio de los alemanes y cómo pudo suceder tanta locura, atrocidad y crimen:El asesinato expoliador: «Quienes se niegan a hablar de las ventajas dusfrutadas por millones de alemanes corrientes no deberían atreverse a hablar del nacionalsocialismo ni del Holocausto». Ningún régimen cometió tantos crímenes como el nazi. ¿El nacionalsocialismo y el Holocausto estaban intrínsecamente ligados a las prebendas que adquirieron la gran mayoría de alemanes? Sí, y sobre todo el pueblo llano. Eso no quiere decir que la gente adinerada no se hubiese beneficiado, pero es importante tener en cuenta que todos los alemanes, independientemente de si eran nazis o no, sacaron beneficio de esta política de la expoliación y del asesinato expoliador».

La «mesa judía»: «Los métodos de enriquecimiento eran muy modernos. El flujo del dinero. Las víctimas alemanas de los bombardeos británicos y estadounidenses fueron indemnizadas con los muebles de los judíos de Bélgica, Holanda, Francia o Luxemburgo. Era un beneficio bastante directo. También recibían ropa de judíos de Praga o de Viena. Yo tengo un tío que recibió una mesa y hasta el final de sus días la llamaba «la mesa judía».

El estraperlo: En los países ocupados, por ejemplo Francia, se expropiaban los bienes de los judíos y sus propiedades se vendían a ciudadanos franceses. Fíjese: no a alemanes, sino a franceses. Por lo tanto, superficialmente no había ningún alemán que sacaba beneficio, pero el dinero que se recaudaba con estas ventas de bienes expropiados iba al presupuesto de gastos de ocupación alemán, que era sumamente elevado. Todo este dinero que procedía de las expropiaciones de judíos franceses iba a parar ahí. Y todos los soldados alemanes desplegados en Francia recibían su buena paga en francos franceses. Con este dinero los soldados enviaban paquetes a Alemania, compraban vino francés... En todas las pagas había una parte que procedía de las expropiaciones de judíos. Con el dinero del presupuesto de gastos de ocupación los alemanes también compraban alimentos para Alemania. Parte del dinero con que se pagaban esos alimentos procedía asimismo de las expropiaciones judías».

Los «beneficiarios»: «El cien por cien de la población alemana se benefició de las prebendas del régimen nazi. En mi libro hablo del escritor alemán Heinrich Böll. Su familia era antinazi declarada, pero analizando sus cartas nos damos cuenta del beneficio que sacó la familia Böll a costa de los países europeos ocupados».

El antisemitismo: «Los alemanes que hicieron posible el nazismo «actuaron» para beneficiarse económicamente de la trágica situación. Pero nunca hay que crear una oposición de los argumentos ideológico y material. Yo no estoy diciendo que el antisemitismo no tuviera importancia, sino que fue uno de los elementos que hizo posible ese régimen. La política social del régimen nazi en beneficio del pueblo llano fue otro factor».

Las «medidas» del genocida: «El carisma de Hitler era menos importante que el aspecto económico. Durante la Guerra pronunció muy pocos discursos, pero aumentó las jubilaciones en un 15 por ciento, incrementó los sueldos y salarios e hizo que el alemán medio no tuviera que pagar ningún impuesto de guerra. Y esto ayudó a estabilizar la situación. También creó un sentimiento de «justicia social» en Alemania. Por ejemplo, en los 12 años del régimen nazi en ningún momento hubo un aumento de los impuestos para la clase obrera, mientras que el impuesto de sociedades en 1933 era del 20 por ciento y en 1942 se elevaba al 55 por ciento. Es decir, más del 50 por ciento subió el impuesto de sociedades. Las empresas, a pesar de ello, tuvieron beneficios en la guerra, pero no hay que subestimar el efecto público de esta medida. Son métodos del moderno Estado Social redistribuidor».

¿Qué rastro queda hoy de Hitler en Alemania? «Muchos. El boletín en el que se publicaban las leyes del Reich alemán, después de 1945, siguió teniendo vigencia en un 90 por ciento. Aunque parezca increíble decirlo y nos de escalofrío, al régimen de Hitler le debemos muchas cosas que hoy en día nos parecen totalmente normales. Por ejemplo: el régimen agrario de la Unión Europea, que proporcionaba garantías y subvenciones tan elevadas a los agricultores. Eso se inventó en 1934 en Alemania para los agricultores alemanes. En la Europa ocupada se crearon muchos impuestos que no existían en el resto de países. También se le debe una parte de las leyes sociales en Alemania, la normativa de circulación de tráfico, la nueva ley de sociedades anónimas, acabar con las grandes propiedades de los terratenientes, con los latifundistas, los fideicomisos...

Contra el olvido: «Hay que ayudar a las víctimas del terror nazi escribiendo y dándoles voz para que puedan pronunciarse. Es muy importante que no simplifiquemos el Holocausto. No sucedió al margen de la Historia. Tenemos que aproximarlo y analizarlo porque es el resultado de un Estado ultramoderno y superdesarrollado con un alto grado de distribución de las tareas y muy bien organizado».

Source: ABC (España)
http://www.abc.es/hemeroteca/historico-10-03-2006/abc/Cultura/gotz-aly-todos-los-alemanes-nazis-o-no-sacaron-provecho-del-asesinato-expoliador_142679311584.html

Friday, January 8, 2016

La guerra civil de Pérez-Reverte

Una vez más, España demuestra no ser un país como los de nuestro entorno. En otros países no sería pensable un libro como el que ha escrito Arturo Pérez-Reverte sobre la guerra civil

Presentación del libro "La guerra civil contada a los jóvenes" de Arturo Pérez-Reverte. (EFE)
Juan Carlos Monedero
Arturo Pérez Reverte - Guerra Civil - Juan Carlos Monedero
Tiempo de lectura11 min
08.01.2016 – 12:03 H.

España no es un país como los de nuestro entorno. En los países de nuestro entorno no podría ser Presidente alguien que manda un sms a su tesorero encarcelado diciéndole “sé fuerte”. En los países de nuestro entorno no sería pensable un libro como el que ha escrito Arturo Pérez-Reverte sobre la guerra civil. Precisamente por estar dirigido a los jóvenes. Los jóvenes españoles, en otro país, tendrían una clara referencia de la guerra civil desde la escuela. De la misma manera que tienen claro en Alemania lo que significó el nazismo y lo estudian no solamente para no repetirlo sino que lo recuerdan para elogiar a las víctimas y colocar en su panteón de héroes a los que combatieron el totalitarismo. Igual que en Italia estudian desde niños la locura del fascismo de Mussolini o en Francia aprenden a respetar a la Resistencia que luchó contra los nazis y los colaboracionistas.

Tuesday, December 8, 2015

Hitler: un cabo austriaco o el nuevo superhombre

¿Qué fue Hitler? ¿Cómo pudo Alemania caer en sus manos? ¿Qué hizo posible algo tan monstruoso? Setenta años después de su muerte, el «Führer» sigue siendo, como dijo Churchill, un «acertijo recubierto por un enigma y envuelto en el velo de un misterio». Nuevos estudios y biografías, sobre todo en Alemania, tratan de desentrañarlo

Hitler, durante un paseo con uno de sus perros

Ningún idioma de cuantos existan tiene sustantivos y adjetivos suficientes para expresar con palabras lo que fue este hombre, trauma máximo del siglo XX y eje fatídico sobre el que giró su obsesivo delirio. Precisamente a ese hombre es a quien ahora la historia le concede, en uno de sus retornos cíclicos, la gracia, maldita, de la rememoración. Cuando se cumplen 70 años de su desaparición, el mundo vuelve a recordar cómo murió en ese búnker de Berlín que fue su fugaz tumba antes de que sus restos se volviesen fuego y cenizas sobre el cemento de un patio inhóspito. Y vuelve la interminable riada de biografías monumentales, esta vez con las 1.296 páginas, recién publicadas en alemán, de Peter Longerich, biógrafo también de otros herrumbrosos nazis. Páginas y páginas de erudiciones que no resuelven casi nada.

Quizá deberíamos hacer aquello que hizo Karl Kraus en «La tercera noche de Walpurgis» –ya en 1933– ante esa «aparición del infierno», y que explica con la frase cortante y sarcástica que abre el libro: «Sobre Hitler no se me ocurre nada». Lo que viene a significar esto: que en un sujeto así no procede perder una sola palabra. Aunque, para no querer decir nada, escribiría un libro entero que es un trágico recorrido por aquella barbarie en la que participaron activamente buena parte de los más conspicuos intelectos. Lo que confirma el cruel pronóstico del mismo Kraus: que un «zapatero bohemio» tiene más capacidad de pensar que un «pensador neoalemán», desprecio que podemos imaginar a quién iba dirigido.

Así que estamos ante aquella contradicción que destacó en su día Ernst Nolte: «¿Debe concedérsele a Hitler, a tantos años de su muerte, una vez más ‘la palabra’ después de que el mundo entero se vio obligado a meterse en una guerra para hacer enmudecer definitivamente la voz ronca de ese furioso demagogo?». Seguramente no. Pero un silencio como ese sería concederle demasiado a quien no merece nada. Ni siquiera el descanso eterno.

Disparo en la boca

Estamos, sin duda, ante un caso único. Este «arquitecto de la ruina» no tiene comparación con nada. Ni con el huno Atila, llamado «el azote de Dios», ni con Gengis Kan, ni con ningún otro devastador, por terrible y salvaje que haya sido. No hay monstruosidad comparable a las suyas: por gigantescas, por arrasadoras y por descerebradas. El mundo está aún lleno de los efectos de sus monstruosidades.

Si somos sinceros, debemos confesar que no somos del todo capaces de explicar una aberración tan gigantesca. Por decirlo así, supera cualquier lógica. Hitler es la degeneración de lo monstruoso hasta el punto en el que ya no es posible degenerar más. En él confluyen los mayores cretinismos, los peores sentimientos, las peores «filosofías», los peores mitos… En ese sentido, es lo «Entarte» (palabra que tanto usaba para calificar el arte que despreciaba), lo «degenerado».

Es cierto que conocemos casi todos los detalles de su vida y de su muerte. Sabemos también mucho de nuestra historia hasta él y desde él. Pero sabiendo todo eso, no somos capaces de desentrañar lo principal: cómo fue posible aquel monstruo. Y en esa cuestión fundamental seguimos tan confusos hoy como el día de su suicidio en el búnker de Berlín, con aquella parafernalia que organizó para no caer él, y su esposa «in articulo mortis», Eva Braun, en manos de las tropas rusas que los tenían ya acorralados: el disparo en la boca, el acopio de gasolina, la quema de sus cadáveres. Por citar al clásico, seguimos en nuestra «docta ignorancia».

El Rey de «la sucursal del infierno en la tierra», así llamó Joseph Roth a Hitler

Se han hecho múltiples intentos de desentrañar tan enrevesado misterio. Para descifrarlo, se han escrito miles de biografías y extraordinarios análisis: K. Heiden, A. Bullock, E. Voegelin, J. Fest, S. Haffner, I. Kershaw o E. Jäckel, por citar a los más valiosos. Temo a pesar de todo que, para desentrañar ese «acertijo recubierto por un enigma y envuelto en el velo de un misterio» (como dijo Churchill en otro contexto), tengamos que acabar recurriendo a lo sobrehumano.

Estamos ante una especie de demonio. Ya Rudolf Diels escribió un libro titulado «Lucifer ante Portas». Y el historiador F. Meinecke dijo que con Hitler entró en la historia alemana el «principio satánico». Es cierto. Es también cierto, como advirtió con extrema irritación el gran politólogo austriaco emigrado Eric Voegelin, que esas analogías con el demonio derivan muy fácilmente en un cómodo propósito de no analizar y de «disculpar» al monstruo mediante el subterfugio de declararle «demoniaco».

Ya Zweig explicó, aplicándolo a Hölderlin, Kleist y Nietzsche, lo que son esas fuerzas infernales: algo «fuera de lo humano que actúa sobre ellos», «un poder por encima del propio poder» que los arrastra y cautiva. Y el mismo Goethe había explicado antes lo «demónico» en un famosísimo pasaje de «Poesía y verdad».

Pura destrucción

Moraleja, equivocada: nadie puede nada contra lo demoniaco. Con lo que podemos dar a Hitler por «exculpado». Evidentemente, eso es una patraña, como advirtió severamente Voegelin. Creo, sin embargo, que la analogía con los demonios sigue siendo una clave para tratar de hacer comprensible a un sujeto que, por su naturaleza, es casi incomprensible.

Aunque con una matización. Paul Tillich estableció hacia 1926 una aguda distinción entre lo «demónico» y lo satánico. Para él, lo «demónico» mezcla siempre dos potencias contrapuestas: una fuerza creadora y otra destructora. Cuando lo «demónico» no tiene casi componente destructor y todo es fuerza creadora, estamos ante la genialidad. Cuando ocurre totalmente lo contrario, estamos ante lo satánico. Con el lenguaje de Tillich, lo satánico es lo negativo en estado puro. O sea, Hitler: la pura destrucción sin ápice de creación.

Por tanto, Hitler no es un demonio, ni siquiera «el» demonio; es lo satánico. Lo vio, con fina perspicacia, el pobre Joseph Roth, una de sus víctimas, con aquella insuperable fórmula: el Rey de «la sucursal del infierno en la Tierra». Por cierto, el mismo Tillich advierte, ya entonces, de que el nacionalismo es uno de los demonios del presente, que se está transformando, por la sacralización que hace de lo propio, en satanismo y pura destrucción. Como se ve, no aprendemos demasiado.

Según Ernst Jünger, el «Führer» fue la cerilla que le faltaba al polvorín alemán

Setenta años más tarde, el enigma que vuelve a torturarnos es el que tortura al mundo desde 1933: ¿qué fue Hitler? La pregunta esconde tres cuestiones distintas: una pregunta a los alemanes –¿cómo pudisteis caer en sus manos?–; una pregunta a la historia –¿cómo «permitiste» algo tan «monstruoso»?–; y, por fin, una pregunta a nosotros mismos: ¿seremos así de inhumanos? Pero la cuestión determinante no es Hitler, sino Alemania. ¿Cómo fue posible que un detritus así llegase al poder, no ya de una nación insignificante, sino, como lo formuló con prosopopeya H. Heine, de un «pueblo que ha inventado la pólvora y la imprenta y la «Crítica de la razón pura»?

Muy sencillo, aunque extremadamente complejo. Un deseo ciego. Un atroz espejismo. Un sueño alemán. Para entender qué es un sueño alemán recurramos otra vez al gran especialista, Heine: «En fin, nosotros [los alemanes] soñamos, pero lo hacemos a nuestra manera alemana, es decir, filosofamos. Y en concreto, no sobre las cosas reales… sino sobre las cosas en sí mismas, sobre los fundamentos últimos de las cosas, y sobre sueños transcendentales y metafísicos…». Y eso es lo que ocurrió: que se entregaron al sueño alemán, que duró casi cincuenta años.

No es ceguera

Delirio de sí mismos, delirio de su misión histórica, delirio de la propia raza y valor, delirios que son la consecuencia última de multitud de «filosofías» putrefactas que duraron casi siglo y medio. Lo expresó muy bien el gran historiador Ranke: «No es ceguera, no es ignorancia lo que envenena a personas y a pueblos. En general no suelen tardar mucho en percatarse de adónde lleva el camino elegido. Pero existe en ellos un impulso, una compulsión, generada por su naturaleza y reforzada por el hábito, a la que no logran resistirse, y que los empuja hacia adelante mientras les quede un resto de energía. Divino es quien se controla a sí mismo. Pero la mayoría ve ante sus ojos su ruina, y se lanza a ella».

Es difícil explicar mejor lo que le ocurrió a Alemania. A toda esa maraña de ideas y sentimientos que condujeron al nazismo sólo le faltaba una cosa: el demonio que los despertase. O sea, Hitler. Como Adán y Eva en el Paraíso de Milton, los alemanes hicieron un pacto con la serpiente y cayeron cautivos de increíbles fantasías aberrantes, de trucos y engaños malabares, de apariencias sin realidades. Ese pacto satánico convirtió a un indigente austriaco en «Führer» de la Gran Alemania. Y la cosa fue hasta tal punto incomprensible que el mismo mendigo asistía totalmente asombrado a lo que estaba ocurriendo, hasta que, con tanto «bel canto», acabó por creerse sus propias fantasías enfermas. Y ocurrió entonces lo inevitable: que estalló el mundo. Que es lo que pasa cuando un país se deja embelesar por un fantoche.

Karl Kraus resumió su opinión con estas palabras: «Un nuevo payaso, ¿cómo llegó aquí?»

Lo vio con extrema finura intuitiva su coetáneo Chaplin, tan coetáneo que había nacido sólo cuatro días antes que Hitler, en «El gran dictador»: un don nadie histriónico, un caricato nervioso e histérico, un «Carlitos» creyéndose Federico el Grande de Prusia. Ese es el delirio: que un mísero mendigo fuese tomado por príncipe. Ernst Jünger –que sentía un gélido desprecio por los nazis– da en «Radiaciones» una clave: fue la cerilla que le faltaba al polvorín alemán.

Quiso la historia, tan cruelmente caprichosa, situar en el mismo pináculo del poder de una de las naciones más importantes de la Tierra a este horrible fantoche. Porque eso fue Hitler, un payaso, un histrión insólito, por más que mil análisis y demostraciones intenten convencernos de lo contrario. Casi todos sus biógrafos y analistas, incluso los más críticos, han visto en ese histrión satánico «genialidad» política. Como puede comprobarse leyendo el inaceptable retrato que le hizo en los años 60 el reputado medievalista E. Schramm. O lo que escribe el objetivo biógrafo inglés Allan Bullock, quien lo considera un «genio político por malvados que hayan sido los frutos», y le atribuye «dotes fuera de lo común».

Otro de sus grandes biógrafos, Fest, le cree «un organizador muy capacitado del poder», un psicólogo y «con todas sus fracturas, vacíos y rasgos inferiores, una de las apariciones públicas más extraordinarias de su tiempo». Incluso la persona que quizá mejores reflexiones ha hecho sobre él, Sebastian Haffner, escribió: «Tras 1933 se confirmó como un gestor enérgico, imaginativo y eficiente». Hasta cree que «como puro atleta de logros fue quizá más fuerte que Napoleón». Y el fundador del «Spiegel», el tan crítico, despiadado y brillante Rudolf Augstein, consideró también en su día que Hitler tenía «genialidad» política y era un hombre con cualidades muy destacadas.

Lógica «líquida»

Es este un ciego impulso «justificatorio» que brota seguramente de la propia vergüenza, y que trata de taparse con la maquinaria lógica de un silogismo averiado. Premisa: una nación tan culta como Alemania no puede ser engañada por un imbécil notorio. Hitler la engañó (a ella y a Europa). Luego no era un imbécil notorio, sino que tenía dotes extraordinarias. Es esta una lógica «líquida» con el mismo rigor que la repetida cantinela de que «algo tendrá el agua cuando la bendicen».

Son muchos, y muy ilustres, los expertos que, callada o explícitamente, han caído babosamente en esa trampa. Estalló con Hitler una insólita idolatría –el «mito Hitler»– que infectó no sólo a sus conmilitones, sino también a media Europa. Hay ejemplos sangrantes. De los alemanes baste citar la babosa mitología sobre sus penetrantes ojos azules y su mirada magnética, o sobre la inmensa cultura y saber de un hombre que… ¡no había acabado la escuela primaria! De los extranjeros podemos citar los increíbles embelesamientos de Chamberlain. Por ejemplo, le dijo a su hermana Ida en 1938: «Pese a la dureza y crueldad que me pareció ver en su rostro, tuve la impresión de estar ante un hombre en el que se puede confiar una vez ha dado su palabra». Nunca se pudo confiar en su palabra, que había incumplido numerosísimas veces; por ejemplo, en la anexión de Austria.

Pueden tan ilustres autores encontrarle a Hitler las gracias que deseen. Pero cualquiera que estudie con cierto cuidado sus «ideas», vea sus fotos, analice sus discursos, observe atentamente su mímica, sus gestos, su voz, sus poses, su forma de vestir, descubrirá enseguida que algo rompe la magia: una increíble chabacanería mental, un títere narcotizado, un personaje de una opereta baja y trágica, la marioneta sin ideas de un guiñol de pasiones nacionales y personales locas.

Alemania pactó con la serpiente y cayó cautiva de increíbles fantasías aberrantes

Toda esta valoración negativa no es caprichosa, ni nueva. Cuenta con abundantes e ilustres antecesores: un colega de K. Löwith lo caracterizó, ya antes de 1933, de «mago imbécil». Thomas Mann lo llamó sarcásticamente «hermano Hitler». El gran satírico alemán K. Tucholsky dijo: «El hombre no existe en absoluto; sólo es el ruido que él mismo causa». El lugarteniente de Hitler y luego enemigo Rauschning escribió: «Es el tipo de mozo que ayuda a un camarero de un merendero de las afueras quien ejerce aquí de «Führer» carismático». Y Kraus resumió escuetamente: «Un nuevo payaso, ¿cómo llegó aquí?». Uno de sus más importantes biógrafos, Heiden, titula un capítulo «para persona, inservible». Y M. Frisch escribió años más tarde: «Nunca merece llamarse destino a algo, sólo porque ella –la imbecilidad– haya sucedido».

Pero fue quizá E. Voegelin, que siempre lo consideró, y con razón, no causa sino efecto del «estado chatarra en el que se encontraba el pueblo alemán», quien le puso el adjetivo más atinado: «stultus», el estulto. Y lo argumentó así: «Hitler no fue relevante, incluso si se le considera un político con brillo. La relevancia consiste en algo más que el talento de un médium capaz de aprovechar la imbecilidad y la degeneración ética de otros para sus fines». Aunque, hay que añadir, no fue un simple «stultus», fue un estulto especial: con máximo grado de narcisismo, máximo grado de criminalidad y máximo grado de estulticia.

El puño del destino

Quiso, a pesar de todo, el dedo absurdo de la historia caer, como un rayo perdido, sobre el estulto. Y con eso el caricato interpretó el dedo como una señal del cielo en el que no creía. «El puño del destino golpeó sobre la mesa», escribió solemne. Probablemente, ni el rayo cayó sobre él, ni el rayo tenía más sentido que un simple azar. Pero en ese rayo vio él, confuso visionario como era, la llamada desesperada de la patria. Y allí estaba él, erguido, para convertirse en el salvador de Alemania, en donde ni siquiera había nacido. El hombrecillo satánico se creyó sus fantasías. En realidad fue el salto ciego y osado hacia adelante de un marginal que no tenía oficio ni beneficio y que no sabía qué hacer con su vida. «Él es… como un desgastado perro callejero que busca un dueño…», dijo de él un amigo cuando comenzaba su destino.

No es el hijo del pueblo, como se ha dicho tantas veces, sino más bien el «mammón» del ejército que, hambriento, chupa ansioso de sus pechos. La guerra y las infanterías fueron el único sitio en el que se sintió a gusto: le extasiaba la milicia. Disfrutó y fue feliz en la Gran Guerra, infierno en el que este desnortado encontró sentido a su vida. Hecho que no conviene olvidar. Así que años más tarde, allí estaba él, el «Führer» esperado, para transportar a los alemanes de la negra nube de la perdición al futuro resplandeciente del destino histórico.

Para lograrlo usó todo lo que tenía a mano: la eficacísima oratoria, el puré ideológico del nacionalismo y del antisemitismo, la sensación de orden que emanaba de los uniformes, las antorchas, los estandartes, la «militarización» de la vida civil, y toda esa parafernalia de sus huestes «pardas». Todo eso sirvió para transmitir la sensación de que había, por fin, un hombre fuerte. Y para redondearlo echó mano, masivamente, de la propaganda: la repetición continua de mentiras, la ideología única que, como un mantra tibetano, se repite y repite hasta que el cerebro es incapaz de percibir otra cosa. Y, cuando eso no fue suficiente, utilizó sin ningún miramiento la violencia, los atentados y las encarcelaciones. O la explotación del miedo: el bolchevismo, las violaciones de «nuestras» mujeres por los rusos, el judío que «bastardiza» la raza. Y después las invasiones, las anexiones y los pulsos. Al final, la jaula de hierro quedó cerrada definitivamente. El delirio era ya completo. Como dijo el 15 de marzo de 1939 a sus secretarias: «Chicas, ahora que me dé cada una un beso… Es el día más grande de mi vida. Pasaré a la historia como el alemán más grande de cuantos han existido». Comenzaba el acto final del delirio wagneriano.

Chaplin, en «El gran dictador», vio lo que era Hitler: un don nadie histriónico

Provenía este pigmeo de un ángulo bastante oscuro del Imperio Austro-Húngaro. Y de unas enigmáticas brumas familiares que nunca se han disipado del todo: bastardías extrañas, inscripciones registrales cambiadas entre hermanos decenios después de ocurridos los hechos causantes. El primer misterio de esas brumas familiares es el nombre, probablemente de origen checo. Que parece ser una variación tardía de otro anterior, pues durante decenios se habían llamado, o bien Hiedler, o bien Hüttler, hasta que el nombre se convirtió, casi de repente, en Hitler. La familia se llamó también durante algún tiempo Schicklgruber, el apellido de su abuela.

Entre las brumas han quedado para siempre las razones que haya habido para todo eso. Las brumas, especialmente las biográficas y familiares, le acompañaron siempre, y puso un empeño muy intenso en que no se disipasen. Nació este Hitler/Hiedler a las seis y media de la tarde de un Sábado Santo, extraña paradoja, en una taberna en Braunau an Inn; es decir, en la orilla del río Inn, en la misma frontera entre Austria y Baviera. Nació este hijo del delirio en abril de 1889, casi en el año de los tres káiseres. Fue corista y monaguillo, y allí descubrió la importancia de la liturgia y se le «apareció» la monumentalidad de la Iglesia.

Examen: insuficiente

Estaba Austria plácidamente quieta y creía que iba a seguir así eternamente hasta el día aquel en el que un osado profesor de una más que venerable institución –la Academia de las Artes de Viena– escribió del examinado Hiedler/Hitler, quien se sentía llamado a la bohemia artística, una concisa frase que tendría consecuencias infinitas: «Examen: insuficiente». Y con un punto de crueldad, añadía: «Sin objeción posible… no [tiene] capacitación para la pintura». El golpe fue demoledor. Desde esa hora giró Hitler hacia la profecía, y, sin darse cuenta, se convirtió en profeta de la destrucción resentida del mundo. Esa amarga herida de Hiedler/Hitler le costaría al mundo una explosión mucho más grave que la atómica.

El mundo estaba parado en un ayer de cartón piedra y en una dorada estabilidad que era pura apariencia. En realidad, predominaban, desde antes de la Gran Guerra, la fragilidad, las angustias históricas y las inseguridades más profundas. Reinaba el vacío, el agotamiento y un melancólico aire de hundimiento. A esa monumentalidad vacía la llamamos Imperio Austro-Húngaro. Se compone de muchas cosas; la principal, Viena, sus valses y su Ringstrasse, que tanto impresionó a Hitler desde la primera vez que la vio. En esa Viena hueca hallaría Hitler su vocación, y el resto del mundo su tragedia.

Allí encontró él, y lo sorbió ávidamente, el antisemitismo más crudo de Ritter von Schönerer; allí se encontró con el nacionalismo de un país que soñaba con el Reich alemán; allí sintió en propia carne la experiencia terrible de la más extrema marginación social y conoció los fondos más bajos –durmió, sin dinero, en parques y calles, vivió en asilos para indigentes–; y en Viena descubrió, con asombro y veneración, el arte que tiene el socialismo para manejar a las masas, conocimiento que aplicaría milimétricamente en el nazismo. Pero en Viena reencontró, sobre todo, a Wagner. Sus obras le abrieron los ojos a la importancia de las grandes escenificaciones y al rancio nacionalismo de los héroes nibelungos.

Uno de sus más importantes biógrafos, Heiden, titula un capítulo «Para persona, inservible»

Con todos esos elementos –o con sus detritus– cocinó un infumable comistrajo fanático y ario-heroico del que se alimentó durante decenios, y con todos esos ingredientes se lanzó al mundo para conquistarlo, o más bien para arrasarlo. A esa extraña e indigerible bazofia la llamó él mismo, en «Mein Kampf», su «fundamento granítico». De fundamento tenía poco, y de granítico nada, era más bien basura putrefacta y restos «filosóficos» descompuestos. Sólo faltaba un elemento para que fuera operativo: el resentimiento. También se lo regalaría Viena.

De esa Viena huyó profundamente herido al verse despreciado por aquel ambiente altamente clasista. Necesitaba un escenario y la historia le iba a regalar el más grande: el Reich alemán hundido en 1918. De Viena saltó el dolido caricato a una mísera y pequeña habitación en «la Atenas del Isar», es decir, en Múnich, ciudad más abierta y bohemia, y de la hermosa capital bávara saltaría al mundo. Como él mismo formuló: «Tenía que irme al gran Reich, al país de mis sueños y de mis deseos». A su Camelot. Claro que ese nuevo Reich iba a convertirse, gracias a esta serpiente satánica, reproducción de la del Apocalipsis, no precisamente en Camelot sino en el Pandemonio, o sea, en el Palacio de Satán en medio del infierno.

LUIS MEANA - ABC_Cultural - 04/12/2015 a las 19:22:12h. - Act. a las 12:50:03h.
Guardado en: Cultura , ABC Cultural - Temas: Alemania , Adolf Hitler , Libros , Biografías , ABC Cultural , Nazismo

Source: ABC (España)
http://www.abc.es/cultura/cultural/abci-hitler-cabo-austriaco-o-nuevo-superhombre-201512041922_noticia.html

Sunday, September 6, 2015

Más nazi que Hitler. Rosenberg Diarios 1934-1944

El dietario de uno de los planificadores del Holocauto se publica ahora a nivel mundial tras permanecer desparecido desde los Juicios de Núremberg

Foto: Goering, Von Ribbentrop, Keitel y Rosenberg (primero por la derecha) en los Juicios de Nuremberg
Carlos Prieto

Imagine que le nombran a usted Director de Recursos Humanos de una empresa llamada Internacional Nacionalsocialista y le encargan elegir al nuevo Consejero Delegado. ¿El objetivo? Buscar al hombre que no solo guíe a la empresa hasta el liderazgo del sector de la Conquista, Destrucción y Barbarie a Gran Escala sino que, sobre todo, muestre mayor entusiasmo y convencimiento en la cruzada. De entre todos los candidatos, seleccionará usted a dos: un tal Adolf Hitler y un tal Alfred Rosenberg. ¿Con cual de los dos se quedaría? Con Hitler... ¿O quizá no?

En efecto, si se trata de elegir al mayor nazi de todos los tiempos, la elección correcta no es fácil si nos atenemos a los orígenes del movimiento. El mismísimo Führer llamaba a Alfred Rosenberg “Padre de la iglesia del nacionalsocialista”. De su condición de ideólogo de cabecera del nazismo da fe lo temprano de su ardor antisemita: Quedaban cinco años para que Hitler escribiera Mi lucha (1925) cuando Rosenberg publicó su primer libro: La huella del judío a lo largo de la historia; texto que, como se pueden ustedes imaginar, no era un dechado de empatía hacia el judaísmo (sus primeros escritos atestiguaban un “antisemitismo francamente monomacíaco”, según su primer biógrafo). Algunos historiadores sostienen que el libro de Rosenberg "inspiró, al menos parcialmente, muchos pasajes antisemitas de Mi lucha".
El Führer le llamaba 'Padre de la iglesia del nacionalsocialista'
Rosenberg, que ocuparía cargos como la dirección de Exteriores del partido nazi o el ministerio del Reich para los Territorios Ocupados del Este, fue juzgado en Núremberg, condenado a muerte y ejecutado en la horca en octubre de 1946.

Crítica lanza ahora por primera vez sus Diarios 1934-1944, que desaparecieron misteriosamente durante los Juicios de Núremberg, y reaparecieron en EEUU en 2013 tras una investigación del Museo del Holocausto y el Gobierno estadounidense. Todos los dedos apuntan hacia Robert Kempner, uno de los fiscales de Núremberg, acusado de sacar los papeles de Alemania para traficar con el material.

Páginas truculentas

Hitler no envío a Rosenberg al Este durante la guerra por casualidad: "Le veía como un competente correligionario al que ningún otro miembro de la cúpula nacionalsocialista podía igualarse" en su fervor antibolchevique, cuentan Jürgen Matthäus y Frank Bajohr, editores del libro. El 2 de abril de 1941, Hitler nombra a Rosenberg hombre fuerte en los territorios ocupados del Este europeo. Así lo plasmó en su diario: “No creo que sea necesario que me detenga a explicar lo que siento. Estos veinte años de trabajo antibolchevique van a tener repercusiones políticas, más aún, repercusión en la historia de la humanidad…”.

En calidad de ministro para los Territorios Ocupados del Este, "Rosenberg se ocupó de orquestar ideológica y filosóficamente el Holocausto", hecho evidenciado en "varias iniciativas suyas relacionadas con la división del trabajo para la matanza organizada y sistemática”, analizan Matthäus y Bajohr.

Rosenberg, ¡cómo no!, intentaría maquillar su trayectoria a posteriori. Su "leyenda del pensador apartado de la realidad, bienintencionado, y desplazado por otros jerarcas del Partido Nazi más radicales que él", chocó contra el muro del Tribunal de Núremberg... y contra el de la realidad: Rosenberg había hablado y escrito hasta la saciedad sobre su odio a los judíos.
'La cuestión judía en Europa y Alemania solo estará resuelta cuando no haya ni un judío más en el continente europeo'
"En un discurso sin fecha, que probablemente se pronunció tras la batalla de Stalingrado, Rosenberg volvió a expresarse con claridad acerca de la situación de la 'solución final': había que 'eliminar esa suciedad, pues lo que hoy sucede con la eliminación de los judíos de todos los estados del continente europeo es también un hecho humano, concretamente un hecho humano duro, biológico'. Aunque hubiese cambiado algo desde la formulación de los ideales nacionalsocialistas, Rosenberg seguía sintiendo la 'antigua ira', y el objetivo no podía 'ser otro que el de antes: la cuestión judía en Europa y Alemania solo estará resuelta cuando no haya ni un judío más en el continente europeo'", escriben los editores del libro.

No obstante, Rosenberg se cuidó mucho de explicitar en los diarios su participación directa en las matanzas. Como se explica en la introducción, "la propensión a guardar intencionadamente silencio en las propias notas sobre incidentes que resultan desagradables o perjudiciales es una tendencia compartida" tanto por Rosenberg como por Joseph Goebbels, únicos líderes nacionalsocialistas en recoger sus reflexiones en diarios.

Por tanto, las mayores truculencias del dietario se encuentran en detalles costumbristas como el siguiente, sacado de la entrada del 27 de enero de 1940:

"Hoy al mediodía el Führer estaba nuevamente de buen humor… Hess le trasladó el relato de un capitán alemán que después de muchos años había estado de nuevo en Odessa. Le explicó que, al contrario que antes, no había encontrado ni un judío entre las autoridades. Esto dio pie al comentario tan frecuente en estos días de si realmente se está preparando en Rusia un cambio en este sentido. Yo dije que si de verdad comenzaba esa tendencia desembocaría en un terrible pogromo contra los judíos. El Führer dijo: entonces quizá le pida a él la asustada Europa que vele por la humanidad del Este… Todos se echaron a reír"... Hitler aprovechó las risas de sus subordinados para soltar el chiste final: "Y que Rosenberg sea el secretario de un congreso presidido por mí sobre el trato humano a los judíos...”. Más risotadas...

O la mezcla definitiva entre antisemitismo, nazismo y cuñadismo en la oficina nacionalsocialista…

Source: El Confidencial (España)
http://www.elconfidencial.com/cultura/2015-09-06/mas-nazi-que-hitler_999635/

Saturday, September 5, 2015

Los alemanes sabían lo que ocurría en los campos de concentración y exterminio

Miles de gafas amontonadas en las cámaras de gas de Auschwitz. | Efe
Rosalía Sánchez | Berlín
Actualizado lunes 27/06/2011 11:36 horas

Cualquier alemán que vivió durante el Tercer Reich podía saber y posiblemente sabía lo que estaba pasando en los campos de concentración nazis. El diario personal que un funcionario alemán, Friedrich Kellner, escribió entre 1939 y 1945 demuestra que el ciudadano medio alemán conocía los crímenes nazis, era consciente de estar viviendo en un "Estado del terror", y callaba.

Durante los juicios de desnazificación y en toda una escuela de literatura y cinematografía de la segunda mitad del siglo XX se ha ido imponiendo la imagen de un pueblo alemán que apenas era capaz de entrever lo que estaba haciendo Hitler y que no era consciente del material que componían las cenizas esparcidas desde las chimeneas de los hornos crematorios.

El hallazgo y publicación del diario de este funcionario judicial que trabajaba en Laubach, Hesse, ofrece sin embargo una respuesta diferente a la pregunta que historiadores y filósofos alemanes siguen haciéndose hoy en día: ¿qué podía saber el individuo anónimo y en qué medida, por tanto, puede ser considerado responsable? Y la respuesta es quizá no conocían a fondo los detalles técnicos, pero sí comprendían las líneas directrices de la política nazi, sus objetivos y los medios que utilizaban.

Apuntes de una guerra

Kellner refiere conversaciones mantenidas al azar y cita fuentes de acceso público como periódicos y programas de radio y en menos de un año de gobierno nazi ya había llegado a una conclusión certera. "Está claro, se trata del exterminio de los judíos y los polacos", escribe horrorizado. Especialmente irónicos son sus comentarios sobre las noticias y partes de guerra en los que descubre con enorme facilidad el material de propaganda del régimen, cuya escasa coherencia planteaba dudas a cualquier análisis medianamente crítico.

El 1 de septiembre de 1940 anota: "Si debemos creer lo que leemos todos los días en los periódicos, nuestros aviadores van de paseo. El enemigo impacta solamente en cielo abierto, además de en cementerios y hospitales. Y cuando muere un piloto, nos dicen que ha sido a causa de un ataque aéreo pirata inglés. Y repiten que la intención de nuestros vuelos no es la de llevar a cabo ataques aéreos. Si no queremos ataques aéreos, ¿para qué estamos en guerra?", se pregunta.

Kellner desarrolla tretas para burlar lo que califica como "una propaganda cada día más agresiva". Ante la falta de información sobre bajas alemanas en la guerra, cuenta en octubre de 1941 las esquelas del periódico 'Hamburger Fremdenblatt', 281, y calcula multiplicando esta cifra por los 250 diarios que publican esquelas en Alemania, una media de 30.000 muertos al mes, anotando que "la cifra debe ser aún más alta, porque muchos soldados rasos no reciben el honor de una esquela".

Una visión distinta

Las 900 páginas de anotaciones de Kellner difieren de otras publicadas anteriormente como las del Darl Dürkefälder o Victor Klemperer, en que el autor no era un intelectual ni disfrutaba de una situación económica desahogada.

Nació en 1885 en Vaihingen an der Enz, cerca de Stuttgart. Su padre trabajaba como panadero, su madre como empleada doméstica. En 1903 comenzó su formación como oficial jurídico en Maguncia y después de haber cumplido con el servicio militar obligatorio encontró empleo en la corte de Maguncia. Allí trabajó hasta 1932 y ascendió al puesto de inspector judicial provisional. Su padre había simpatizado con el socialismo y Kellner constata en las notas su estupefacción por el hecho de que la República de Weimar hubiera derivado en el nazismo con tan terribles consecuencias.

El diario ha permanecido en poder de la familia y acaba de ser publicado en dos volúmenes bajo el título 'Cuando está nublado, todos los cerebros oscurecen' por la editorial Wallenstein, de Göttingen.

Source: El Mundo (España)
http://www.elmundo.es/elmundo/2011/06/27/internacional/1309166654.html

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