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Wednesday, October 26, 2016

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

El historiador Christopher Clark desmonta en su nuevo ensayo la falacia sobre la que se cimentó la erradicación de Prusia del mapa y cómo su identificación con el nazismo se corresponde más con prejuicios que con hechos

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Alemania Historia Rusia

Moneda con la efigie de Juan Zápolya sentado en el trono de Hungría
Cultura La crueldad sin límites de Juan Zápolya

24 de octubre de 2016. 04:34h David Solar.

Federico Guillermo Víctor, Augusto Ernesto, último príncipe de Reino Unido de Prusia y Alemania
Voltaire, amigo de Federico el Grande, escribía a mediados del siglo XVIII: «Sería útil explicar cómo Brandemburgo, un país arenoso, ha acumulado tanto poder que contra él se han levantado fuerzas más poderosas que las coaligadas contra Luis XIV». A la sazón, Federico II de Prusia combatía contra la coalición de Rusia, Francia, Austria y Suecia en la Guerra de los Siete años (1756-63). Se comprende el asombro de Voltaire: viajeros posteriores se referían a Prusia como «zona arenosa, llana, cenagosa, baldía» o «vasta región de arena desnuda y abrasadora; aldeas, pocas y alejadas entre sí y bosques de abetos raquíticos...». Partiendo de bases tan pobres, los Hohenzollern crearon allí un poderoso reino que se enfrentó a grandes alianzas impotentes para cortar las alas al águila prusiana.

La clave, según sus defensores, fue el trabajo, la administración austera, honesta y eficaz, la educación nacional avanzada (el país más alfabetizado del mundo en el siglo XIX), un código civil moderno y progresista, los políticos desinteresados, la tolerancia religiosa e ideológica, un ejército nacional disciplinado y bien adiestrado, una moderna escuela de guerra... Con esos mimbres Federico II y sus sucesores convirtieron Prusia en el reino germano más poderoso, cosecharon victorias militares asombrosas y unificaron Alemania.

Sus detractores sólo ven autoritarismo, servilismo, militarismo, «pestilencia recurrente» (Chur-chill), caldo de cultivo para la muerte de la democracia y el triunfo del nazismo. Tal opinión, dominante entre los vencedores de la II Guerra Mundial, provocó la Ley nº 46 del Consejo de Control Aliado (25/2/ 1947) por la que «El estado prusiano, junto con su Gobierno central y todos sus organismos, queda abolido». En adelante, Prusia sólo perviviría en la Historia, como Cartago o Esparta.

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

Convirtieron a Prusia en un chivo expiatorio apropiado para explicar la I y II Guerras Mundiales. En 1947 era cómodo decir: «Prusia fue la perdición de la Alemania Moderna y de la Historia Europea» porque buena parte de su territorio ya formaba parte de Polonia; su núcleo original –Brandemburgo– y territorios limítrofes constituían la Alemania del Este, bajo ocupación soviética, y en los territorios del Oeste, administrados por EE UU, Gran Bretaña y Francia, nadie se erigiría en defensor del cadáver e, incluso, a la mayoría de los alemanes les interesaba, sacudiéndose así las responsabilidades nazis que pudieran corresponderles.

Barrer de un plumazo

Siete décadas después, Chris Topher Clark, un historiador australiano profesor en Cambridge, ha publicado «El reino de hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1747» (La Esfera de los libros, Madrid, 2016), un libro tan bien documentado como valiente, que desmonta la falacia sobre la que se basó la erradicación de Prusia del mapa de las naciones. Uno de los caballos de batalla de Clark en esta obra es que «Prusia era un estado europeo mucho antes de que se convirtiera en un estado alemán. Alemania no fue una realización de Prusia, sino su ruina».

En el ocaso medieval, Brandemburgo era una región inhóspita, cuyas tierras apenas producían una cosecha cada cinco años, carecía de fronteras naturales, de materias primas explotables, de acceso al mar..., pero contaba con algo que la hacía codiciable: su señor era uno de los siete electores del emperador del Sacro Imperio romano germánico. En 1417, el Emperador Segismundo se lo vendió a Federico Hohenzollern, señor de Núremberg, agradeciéndole los servicios prestados en sus guerras contra los turcos y en su consagración imperial.

Durante los dos siglos siguientes, los margraves (marqueses) de Brandemburgo acrecentaron sus posesiones con matrimonios y alianzas, gobernándolas desde Berlín, una pequeña ciudad con apenas diez mil habitantes, pronto sustituida por Königsberg, histórica ciudad báltica que fue capital entre 1525 y 1701.

Enfermeras ayudando a soldados germanos en Allenstein

Personaje determinante entre los Hohenzollern fue Federico Guillermo (1620-1688), al que su bisnieto, Federico El Grande, atribuía las «sólidas bases del reinado»: sometió a los estados, que se consideraban súbditos del elector pero sin vínculos entre ellos, generalizó los impuestos, pacificó a los bandos religiosos y fundó de un ejército permanente, eliminando las milicias. En su lecho de muerte decía: «Todos conocen el desorden del país cuando comencé mi reinado. Lo he mejorado con la ayuda de Dios. Hoy soy respetado por mis amigos y temido por mis enemigos».

Su hijo Federico III (1657-1688) aprovechó la situación internacional y su madurez administrativa y para pasar de margrave (1688-1701) a rey de Prusia (1701-1713), con el nombre de Federico I, reconociéndole el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y de Austria a cambio de su apoyo militar en la guerra de Sucesión de España, en favor de las pretensiones del archiduque Carlos y en contra de los intereses de Felipe V. La Historia le recuerda por la conversión del margravato en reino por el nombre de Prusia, originario de una nación báltica, vecina a Lituania y ya desaparecida; por el establecimiento de Berlín como capital y por el boato de su corte, lo que contribuyó a su prestigio internacional.

«El rey sargento»

Su heredero, Federico Guillermo I (1688-1740), fue todo lo contrario: en vez de afable, brusco y desabrido; en vez de generoso, avaro; en vez de derrochador, administrador estricto; en vez de disfrutar con artes y letras, sólo era feliz con el ejército, al que llevó de 40.000 a 80.000 hombres, procedentes de reclutamiento obligatorio. Le llamaron «El rey sargento», y le ha sobrevivido su fama de violento y melancólico, pero fue, también, el artífice de la reforma agraria y del saneamiento de 65.000 hectáreas de marismas, de la supresión de los privilegios fiscales nobiliarios, de una administración eficaz y honesta. Se le recuerda por su ejército, tan desproporcionado como bien adiestrado y mandado, pero se olvida que durante su reinado Prusia no acometió aventuras exteriores y que se dedicó a crear las estructuras sobre las que se desarrollaría el país.

Uno de los «culebrones» en la joven Prusia fueron las relaciones entre el rey y su heredero, el príncipe Federico (1712-1786). Al rey Sargento le enfurecía que su hijo se cayera continuamente del caballo o temblara ante el fuego de la mosquetería y que sólo le interesara la poesía, la literatura francesa y la música; que en vez de cultivar la esgrima dedicara horas a tocar la flauta o que le atrajeran más los guapos oficiales de la guardia que las muchachas de palacio. Combatió tales inclinaciones a bofetadas y, ante un intento de abandonar clandestinamente Prusia, le metió en la cárcel y le obligó a contemplar la decapitación de su cómplice.

Soldados tomando café en Lotzen (al este de Prusia)

No podía imaginar que aquella calamidad de hijo fuera a convertirse en el Marte del siglo XVIII, vencedor en las dos guerras de Silesia y artífice de un milagroso acuerdo en la Guerra de los Siete Años; sus victorias admiraron al propio Napoleón, aunque a él le complaciera más el sobrenombre de rey Filósofo y la lisonja que le dedicó el gran filósofo Immanuel Kant, su compatriota y contemporáneo: «La era de la ilustración» es sinónimo de «la era de Federico». Pero la Historia le recuerda como el caudillo del gran ejército de la época con el que duplicó la extensión de Prusia convirtiéndola en el primero de los estados alemanes. Y sería su victoria en Silesia el gran argumento para calificar Prusia de estado agresor, olvidando interesadamente que ése era el signo de los tiempos: como Austria en los Balcanes, Inglaterra en Gibraltar, Francia en Bélgica, las potencias coloniales en la destrucción de reinos africanos y asiáticos para apoderarse de sus territorios y recursos, Rusia en Polonia, Estados Unidos en México y en los territorios de los pieles rojas. Tras las guerras napoleónicas se encerró a Bonaparte en Santa Helena, pero no se produjo el disparate de abolir Francia, como se hizo con Prusia en 1947.
El taconeo de los oficiales dandies

La identificación de Prusia y nazismo se corresponde más con los prejuicios que con los hechos. El premier británico, Churchill, hablaba del «terrible ataque de la máquina de guerra nazi con sus oficiales prusianos, esos dandies con sus sonidos metálicos y su taconeo»; su segundo, Atlee, opinaba que «el verdadero elemento agresivo de la sociedad alemana eran los junkers prusianos». Pero Prusia tenía el más democrático de los «landtag» (parlamento), pero fue disuelto por los nazis con el apoyo conservador. La cúpula dirigente nazi no era prusiana. Tampoco lo eran los militares. Hitler odiaba a los junkers (nobleza terrateniente prusiana) y a sus generales. Y si se unieron al nazismo esperando la recuperación alemana y la revancha de 1918, también fueron los más comprometidos en el atentado de Von Stauffenberg (1944), eliminado en las represalias consiguientes, lo mismo que los generales Witzleben, Olbricht, Fromm, Fellgiebel y muchos otros prusianos, encabezados por medio centenar de junkers.

Source: La Razon (España)
http://www.larazon.es/cultura/prusia-el-chivo-expiatorio-de-alemania-HN13787264#.Ttt1NDybPZDCSEa

Thursday, January 14, 2016

Götz Aly: «Todos los alemanes, nazis o no, sacaron provecho del asesinato expoliador»

Sostiene que «el cien por cien» de alemanes se acomodó al régimen nazi seducidos por prebendas y beneficios a costa del patrimonio robado a los judíos exterminados, deportados y en países ocupados
Actualizado 10/03/2006 - 09:47:26

ANTONIO ASTORGA

MADRID. Tras el terremoto que desencadenó en Alemania, el profesor Götz Aly presenta en España «La utopía nazi» (Crítica). Aly relata para ABC las claves de cómo Hitler «compró» el silencio de los alemanes y cómo pudo suceder tanta locura, atrocidad y crimen:El asesinato expoliador: «Quienes se niegan a hablar de las ventajas dusfrutadas por millones de alemanes corrientes no deberían atreverse a hablar del nacionalsocialismo ni del Holocausto». Ningún régimen cometió tantos crímenes como el nazi. ¿El nacionalsocialismo y el Holocausto estaban intrínsecamente ligados a las prebendas que adquirieron la gran mayoría de alemanes? Sí, y sobre todo el pueblo llano. Eso no quiere decir que la gente adinerada no se hubiese beneficiado, pero es importante tener en cuenta que todos los alemanes, independientemente de si eran nazis o no, sacaron beneficio de esta política de la expoliación y del asesinato expoliador».

La «mesa judía»: «Los métodos de enriquecimiento eran muy modernos. El flujo del dinero. Las víctimas alemanas de los bombardeos británicos y estadounidenses fueron indemnizadas con los muebles de los judíos de Bélgica, Holanda, Francia o Luxemburgo. Era un beneficio bastante directo. También recibían ropa de judíos de Praga o de Viena. Yo tengo un tío que recibió una mesa y hasta el final de sus días la llamaba «la mesa judía».

El estraperlo: En los países ocupados, por ejemplo Francia, se expropiaban los bienes de los judíos y sus propiedades se vendían a ciudadanos franceses. Fíjese: no a alemanes, sino a franceses. Por lo tanto, superficialmente no había ningún alemán que sacaba beneficio, pero el dinero que se recaudaba con estas ventas de bienes expropiados iba al presupuesto de gastos de ocupación alemán, que era sumamente elevado. Todo este dinero que procedía de las expropiaciones de judíos franceses iba a parar ahí. Y todos los soldados alemanes desplegados en Francia recibían su buena paga en francos franceses. Con este dinero los soldados enviaban paquetes a Alemania, compraban vino francés... En todas las pagas había una parte que procedía de las expropiaciones de judíos. Con el dinero del presupuesto de gastos de ocupación los alemanes también compraban alimentos para Alemania. Parte del dinero con que se pagaban esos alimentos procedía asimismo de las expropiaciones judías».

Los «beneficiarios»: «El cien por cien de la población alemana se benefició de las prebendas del régimen nazi. En mi libro hablo del escritor alemán Heinrich Böll. Su familia era antinazi declarada, pero analizando sus cartas nos damos cuenta del beneficio que sacó la familia Böll a costa de los países europeos ocupados».

El antisemitismo: «Los alemanes que hicieron posible el nazismo «actuaron» para beneficiarse económicamente de la trágica situación. Pero nunca hay que crear una oposición de los argumentos ideológico y material. Yo no estoy diciendo que el antisemitismo no tuviera importancia, sino que fue uno de los elementos que hizo posible ese régimen. La política social del régimen nazi en beneficio del pueblo llano fue otro factor».

Las «medidas» del genocida: «El carisma de Hitler era menos importante que el aspecto económico. Durante la Guerra pronunció muy pocos discursos, pero aumentó las jubilaciones en un 15 por ciento, incrementó los sueldos y salarios e hizo que el alemán medio no tuviera que pagar ningún impuesto de guerra. Y esto ayudó a estabilizar la situación. También creó un sentimiento de «justicia social» en Alemania. Por ejemplo, en los 12 años del régimen nazi en ningún momento hubo un aumento de los impuestos para la clase obrera, mientras que el impuesto de sociedades en 1933 era del 20 por ciento y en 1942 se elevaba al 55 por ciento. Es decir, más del 50 por ciento subió el impuesto de sociedades. Las empresas, a pesar de ello, tuvieron beneficios en la guerra, pero no hay que subestimar el efecto público de esta medida. Son métodos del moderno Estado Social redistribuidor».

¿Qué rastro queda hoy de Hitler en Alemania? «Muchos. El boletín en el que se publicaban las leyes del Reich alemán, después de 1945, siguió teniendo vigencia en un 90 por ciento. Aunque parezca increíble decirlo y nos de escalofrío, al régimen de Hitler le debemos muchas cosas que hoy en día nos parecen totalmente normales. Por ejemplo: el régimen agrario de la Unión Europea, que proporcionaba garantías y subvenciones tan elevadas a los agricultores. Eso se inventó en 1934 en Alemania para los agricultores alemanes. En la Europa ocupada se crearon muchos impuestos que no existían en el resto de países. También se le debe una parte de las leyes sociales en Alemania, la normativa de circulación de tráfico, la nueva ley de sociedades anónimas, acabar con las grandes propiedades de los terratenientes, con los latifundistas, los fideicomisos...

Contra el olvido: «Hay que ayudar a las víctimas del terror nazi escribiendo y dándoles voz para que puedan pronunciarse. Es muy importante que no simplifiquemos el Holocausto. No sucedió al margen de la Historia. Tenemos que aproximarlo y analizarlo porque es el resultado de un Estado ultramoderno y superdesarrollado con un alto grado de distribución de las tareas y muy bien organizado».

Source: ABC (España)
http://www.abc.es/hemeroteca/historico-10-03-2006/abc/Cultura/gotz-aly-todos-los-alemanes-nazis-o-no-sacaron-provecho-del-asesinato-expoliador_142679311584.html

Monday, November 23, 2015

¿Quién votó a Hitler?

Publicado por Javier Bilbao

Cartel en una calle berlinesa en 1932, «Nosotros queremos trabajo y pan, vota por Hitler». Foto: Corbis.
Uno de los debates más comunes de nuestro tiempo, durante estos últimos días aún más frecuente si cabe, es el que contrapone libertad y seguridad. En realidad se trata de una distinción falaz, pues la segunda es condición necesaria de la primera, ya que nada coarta más nuestra libertad que el miedo que provoca la inseguridad. El origen de este malentendido se lo debemos, al menos en parte, a Erich Fromm y a su libro —por otra parte bastante recomendable— El miedo a la libertad. Para quien no lo haya leído venía a decir que el auge del protestantismo en el siglo XVI y del nazismo en el XX tenían una misma raíz, anunciada en el propio título de la obra. La modernidad traería consigo una ruptura de los lazos que ataban al individuo en las sociedades tradicionales, lo que genera tanta independencia como desasosiego. De manera que, expulsado de ese apacible útero a un mundo en el que debe manejarse en plena libertad, el sujeto intentaría rehacer como fuera ese vínculo primitivo, bien a través de un mayor rigorismo religioso o de una ideología totalitaria.

El nazismo sería un caso paradigmático de esto, con su énfasis en el colectivo por encima del individuo, con sus grandes mítines en los que cualquier personita, con sus miserias, temores y debilidades pasaba a sumergirse en una masa invencible que lo trascendía: Deutschland über alles. El libro se publicó en 1941 después de que el autor, judío alemán, huyera de unos compatriotas que no tenían nada bueno reservado para él, así que pudo verlo todo desde primera fila. Algo hay de cierto en su planteamiento, sin duda, pero con el paso del tiempo hemos podido saber con mucho más detalle los motivos del ascenso de Hitler al poder y hay algunos puntos que matizar. Para ello deberemos conocer quién y por qué se unió al nacionalsocialismo.

El 14 de septiembre de 1930 las elecciones al parlamento alemán ofrecieron un resultado que marcaría la historia del país y del mundo. El partido más votado fue, tal como era de esperar, el socialdemócrata. Pero estaba seguido de cerca —con más de 6,3 millones de votos y el 18,2% del total— por el NSDAP, una formación hasta entonces marginal que había multiplicado por ocho sus votos respecto a las elecciones previas celebradas solo dos años antes. Fue una auténtica sorpresa y un acontecimiento crucial, pues una vez ganada esa posición ya no hubo vuelta atrás: sus resultados irían en aumento en una República de Weimar ya agonizante hasta que el 30 de enero de 1933 Hitler fue nombrado canciller. ¿Cómo había sido posible? Aunque el partido había sido refundado solo trece años antes, las ideas que en una peculiar mezcolanza lo conformaban ya estaban en el ambiente desde tiempo atrás.

El antisemitismo por ejemplo llevaba siglos firmemente instalado en Europa, aunque en Alemania la población judía (que no llegaba ni al 1%) estaba notablemente asimilada en la vida económica, social y cultural; eran frecuentes los matrimonios mixtos y su identificación patriótica era plena hasta el punto de que muchos se consideraban orgullosos excombatientes de la Primera Guerra Mundial. Curiosamente la Cruz de Hierro al valor que obtuvo Hitler en dicho conflicto fue por recomendación de un oficial judío. Pese a ello el antisemitismo aún era una idea ocasionalmente empleada en algunos discursos políticos, que pasaría a incorporarse con inusual énfasis en el NSDAP, aunque tamizada por un nuevo enfoque que ya no sería religioso sino (pseudo) científico.

Ese nuevo enfoque estaba relacionado con un acontecimiento clave en la historia de la humanidad ocurrido unas décadas antes: la creación en Londres de una red de alcantarillado. Tal vez no suene muy épico, pero aumentó considerablemente la esperanza de vida en todas las ciudades que rápidamente la imitaron. La higiene pasó a ser un principio fundamental, casi obsesivo, de la medicina y de la salud pública, de manera que se extendió a otros ámbitos, se cruzó con otra idea también puesta de moda durante el siglo XIX como el darwinismo y algunos comenzaron a rumiar el concepto de «higiene racial». En 1905 se fundó en Alemania la Sociedad de Higiene Racial, cuyos fundadores reivindicaban la vieja idea espartana de decidir si los recién nacidos debían vivir o ser eliminados si presentaban problemas de salud. Aunque lo debía decidir un médico, ojo, que no eran ningunos bárbaros. El caso es que la eugenesia entusiasmó a todo el mundo de tal forma que los programas de esterilización involuntaria en esa época pasaron a estar activos en nada menos que veintiocho países. En Estados Unidos el simpático doctor Kellogg, por ejemplo, además de promover el desayuno de cereales y los enemas de yogur, también inauguró la Fundación para la Mejora de la Raza. Y por supuesto en el NDSAP la idea también se hizo un hueco. Hitler para 1920 ya había interiorizado a la perfección esa retórica científico-sanitaria para hablar de los judíos: «No creáis que vais a poder combatir una enfermedad sin matar la causa, sin aniquilar el bacilo, y no creáis que podéis combatir la tuberculosis racial si no os esforzáis por que la gente deje de estar expuesta a la causa de la tuberculosis racial».

La catedral de luz, ideada por Albert Speer con focos antiaéreos para las reuniones del partido en Nuremberg. Foto: DP.

Como vemos el ideario nazi, aunque exótico y grotesco para la sensibilidad contemporánea, no tenía elementos particularmente lejanos de la cosmovisión de cualquier alemán de su tiempo, que podía votarlo o repudiarlo, pero en ningún caso sentir demasiada extrañeza ante él. Poseía ingredientes tan familiares como por ejemplo el colonialismo, que tanta importancia seguía teniendo para Europa por entonces y que inspiró al geógrafo Karl Haushofer la idea de que Alemania necesitaba expandir sus territorios hacia el este, un «espacio vital» que pasaría a formar parte del ideario del NSDAP por influencia del propio autor, que militó en el partido desde su misma fundación… aunque luego caería en desgracia cuando su hijo participase años después en la Operación Valkiria, el atentado frustrado contra Hitler.

Hablar de colonialismo nos lleva a otro elemento con el que está estrechamente emparentado, el nacionalismo, paradójicamente la seña de identidad más íntima del partido y al mismo tiempo aquello que más extendido estaba en la sociedad alemana, facilitando así su crecimiento explosivo. La reunificación del país llevada a cabo por Bismarck unas décadas antes conocida como Imperio alemán o II Reich era un episodio que encendía muchos corazones germanos, al que añoraban con la misma intensidad con la que expresaban su repudio por lo que hoy llamados República de Weimar. El discurso nacionalista-romántico era hegemónico en las universidades del país (y en parte de la alta cultura, como las óperas de Wagner), y el hecho de que estas ofrecieran además una enseñanza de alto nivel que habían colocado a Alemania en la vanguardia científica y técnica reforzaba su prestigio por asociación y marcaba así a las élites que luego ocupaban posiciones influyentes. Parte de esas élites formaron en Múnich la llamada Sociedad Thule, una agrupación secreta cuyo emblema era una esvástica y cuyos intereses oscilaban entre la investigación de los orígenes de la raza aria, el ocultismo y la lucha contra el comunismo. Este grupo fundaría el DAP en 1919, que un año después de su creación sería refundado por Hitler como NSDAP. Su nacimiento al término de la Primera Guerra Mundial no era casual y de nuevo estamos ante una seña de identidad del partido que al mismo tiempo estaba profundamente enraizada en la sociedad del momento. Como dice Richard J. Evans en La llegada del Tercer Reich:

Los modelos castrenses de conducta habían sido algo generalizado en la cultura y la sociedad alemanas antes de 1914, pero después de la guerra se hicieron omnipresentes. El lenguaje de la política estaba impregnado de metáforas del periodo bélico, el partido rival era un enemigo al que había que aplastar, y la lucha, el terror y la violencia se convirtieron en armas ampliamente aceptadas y perfectamente legítimas en la contienda política. Había uniformes por todas partes. La política, invirtiendo un famoso adagio del teórico militar de principios del siglo XIX Carl von Clausewitz, se convirtió en una continuación de la guerra utilizando otros medios.

Buena parte de los altos cuadros del NSDAP empezando por el propio Hitler, así como de las camisas pardas que ejercían de milicias del partido, eran veteranos que habían quedado irremediablemente marcados por el conflicto. Hasta tal punto era importante esa experiencia vital que Goebbels atribuía en los mítines su cojera a una herida de guerra (en la que nunca participó). En ella habían encontrado su lugar en el mundo, una camaradería, unos valores… y repentinamente todo eso había terminado. La censura del gobierno les hizo creer en todo momento que estaban ganándola, de manera que interpretaron el armisticio como una traición judeo-socialista, fue el mito de «la puñalada por la espalda» que les hizo odiar al nuevo régimen surgido tras ella y, muy especialmente, al Tratado de Versalles que le puso fin. Consideraban una monstruosa afrenta al orgullo nacional la cantidad de territorios (más de la décima parte del país) que el tratado exigía, así como el desarme impuesto y las compensaciones económicas exigidas.

Dichas compensaciones, junto con la carga que suponían las pensiones a veteranos incapacitados y huérfanos, terminaron estrangulando la economía alemana, que en 1923 sufrió una hiperinflación por la que, por ejemplo, un kilo de pan de centeno paso de costar ciento sesenta y tres marcos a doscientos treinta y tres mil millones en algo más de nueve meses. Con el dinero perdiendo todo su valor llegaron esas imágenes que todos hemos visto alguna vez de niños jugando a construcciones con pilas de billetes, muchos pequeños ahorradores se quedaron en la ruina y la delincuencia —obviamente no para robar dinero sino bienes personales y alimentos— se multiplicó. La economía pudo estabilizarse a partir de 1924, pero años después llegaría el crac del 29 y en torno a un 30% de los trabajadores se quedaría en el paro. Una cifra elevadísima, aunque en España no nos llame mucho la atención.

Finalmente, otro factor que no podemos dejar de mencionar es la revolución rusa de 1917. Las noticias que llegaban de la violencia que estaba desatando no eran nada tranquilizadoras y apenas un año después Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo fundaron el Partido Comunista de Alemania y casi simultáneamente tuvo lugar la Revolución de noviembre, que derivó en el intento de instaurar una república de inspiración soviética. Aunque finalmente resultó frustrado y ambos dirigentes asesinados, los insurrectos secuestraron y mataron a varios miembros de la mencionada Sociedad Thule, que pasaron a ser mártires e impulsaron así la reacción nazi. La escalada en el enfrentamiento entre comunistas y extrema derecha no se detuvo ahí y la Liga de Combatientes del Frente Rojo encontraría la horma de su zapato en las SA o Camisas Pardas. Hay una novela muy interesante al respecto, supuestamente autobiográfica, que se titula La noche quedó atrás y fue escrita con el seudónimo de Jan Valtin. Digo supuestamente porque la cantidad de aventuras que protagoniza este agitador al servicio del Komintern no se viven ni en diez vidas, irradiando tal heroísmo que fascinó a Pío Moa hasta el punto de fundar el grupo terrorista GRAPO para emularlo.

En cualquier caso el libro recrea muy bien ese ambiente de radicalismo político y lucha callejera con huelgas constantes, sabotajes, asaltos a sedes de otros partidos, peleas multitudinarias y, en definitiva, cientos de muertos con el paso de los años. Un conflicto que iba polarizando la sociedad y que permitió a Hitler mostrarse como el hombre que llegaría para restablecer el orden. Lo cual no deja de ser paradójico pues buena parte de esa violencia fue originada por los propios nazis, verdaderos maestros de la violencia política. Puede decirse que el nacionalsocialismo era, al menos en este punto, marxista. Pero de la escuela de Groucho: «La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después los remedios equivocados». Solo que en vez de buscar problemas, los creaban.

Espartaquistas en una barricada en 1919. Foto: DP.

Los sectores que más lo apoyaron

Este breve esbozo de la doctrina y el contexto del NSDAP visto hasta ahora nos muestran dos cosas, que en parte desmienten o al menos matizan la tesis de Fromm con la que iniciábamos el artículo. El partido tenía arraigo en la mentalidad y las tribulaciones de la sociedad alemana, de manera que no era —al menos de cara al electorado— una organización al servicio exclusivo de un grupo, unos intereses o una psicología determinadas. Era lo que los politólogos llaman hoy un catch-all party con aspiración de ser interclasista y entrar en todos los nichos. No había pues un votante arquetípico de Hitler. En segundo lugar quienes le votaron no es que tuvieran miedo (o no solo) a la libertad. Lo que les daba miedo era la violencia callejera, el desmoronamiento de las instituciones y el caos económico. No se sentían abrumados por las múltiples posibilidades que se abrían ante su futuro, sino por la frustrante ausencia de todas ellas.

Dado que en las elecciones de julio de 1932 lograron acaparar el 37,2% de los votos está claro que llegaron a todos los segmentos sociales, pero aun así pueden señalarse algunos en los que el apoyo fue superior a la media. En primer lugar la población rural, evidentemente muy receptiva al lema de «sangre y tierra» que pregonaban los nacionalsocialistas y que pasaba así a ser la guardiana de las esencias nacionales. De nuevo queda en entredicho la idea de Fromm del votante nazi como un urbanita desarraigado nostálgico de la tribu. De hecho Berlín, una enorme metrópolis de cuatro millones de habitantes, mantuvo hasta que ya no le quedó más remedio unos niveles bajos de adhesión al movimiento.

Otro pilar fundamental fueron los jóvenes. Aquella ocasión en la que Hitler afirmó que «cuando un opositor dice: “no me acercaré a vosotros”, yo le respondo sin inmutarme: “tu hijo ya nos pertenece”» resultó especialmente inquietante y vampírico entre otras cosas porque tenía, además, toda la razón. Su doctrina encajaba como un guante en la mentalidad juvenil y adolescente al primar la acción sobre la reflexión y la visión maniquea de la realidad frente a la escala de grises que suele proporcionar la edad. El énfasis en la fuerza, el vigor, la camaradería y la esperanza en el futuro encandilaba a la chavalería y quedaba reflejado en la importancia que se concedía a la organización de las Juventudes Hitlerianas y en que el mártir oficial del nacionalsocialismo —que dio nombre a su himno y protagonizó infinidad de exequias— fuera Horst Wessel, un joven muerto a los veintitrés años a manos de un comunista. En torno a la cuarta parte de los votos que lograron en 1930 provenían de gente que acudía a las urnas por primera vez.

También logró una gran aceptación entre las mujeres. El propio Hitler se jactaba de ello cuando decía que «las mujeres siempre han estado entre mis apoyos incondicionales» y que «hemos ganado más mujeres para nuestra causa que todos los demás partidos juntos». Cabe suponer que lo apoyaban porque, obviamente, compartían su visión de cómo debía ser el futuro de Alemania. Ahora bien, ¿por qué en una mayor proporción que el sector masculino? Se han planteado varias explicaciones y una de ellas que creo convincente es que se trata de un electorado levemente más conservador. Por poner un ejemplo próximo, en el referéndum escocés el «no» representaba la opción continuista, mientras que el «sí» entrañaba un salto al vacío (o al menos así lo describían sus detractores), de manera que entre los hombres la diferencia fue de seis puntos a favor del no, mientras que entre las mujeres se elevó hasta los doce puntos. Pues bien, en el contexto de violencia desatada en las calles e incertidumbre económica de la República de Weimar, la promesa de orden y autoridad tal vez resultara clave para aquel apoyo incondicional femenino del que hablaba el líder del NSDAP. Para conocer más detalles sobre esta cuestión pueden leer el artículo Our Last Hope: Women’s Votes for Hitler de la historiadora Helen A. Boak.

Por su parte, los protestantes mostraban más del doble de apoyo al partido que los católicos y también tenían mayor representación los funcionarios y la clase media baja, y el norte del país más que el sur. El NSDAP logró atraer a una buena parte de los que previamente votaban a los nacionalistas y a los conservadores aunque su éxito fue menor del que esperaban con los obreros y parados, que permanecieron relativamente fieles a los partidos socialdemócrata y comunista.

En conclusión, en mayor o menor medida en todos los grupos sociales un buen número de electores se inclinaron por esa opción ante la inusual combinación entre unas circunstancias históricas, sociales y económicas excepcionales, el intimidante uso de la fuerza en las calles de las SA y la formidable maquinaria propagandística ideada por Goebbels. La solución que escogieron fue el comienzo de otros muchos problemas y ni con el mayor de los sarcasmos se podría decir que disfrutasen de lo votado pero, de eso no hay duda, hicieron historia.

Source: Jot Down (España)
http://www.jotdown.es/2015/11/quien-voto-a-hitler/

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