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Wednesday, October 26, 2016

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

El historiador Christopher Clark desmonta en su nuevo ensayo la falacia sobre la que se cimentó la erradicación de Prusia del mapa y cómo su identificación con el nazismo se corresponde más con prejuicios que con hechos

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Alemania Historia Rusia

Moneda con la efigie de Juan Zápolya sentado en el trono de Hungría
Cultura La crueldad sin límites de Juan Zápolya

24 de octubre de 2016. 04:34h David Solar.

Federico Guillermo Víctor, Augusto Ernesto, último príncipe de Reino Unido de Prusia y Alemania
Voltaire, amigo de Federico el Grande, escribía a mediados del siglo XVIII: «Sería útil explicar cómo Brandemburgo, un país arenoso, ha acumulado tanto poder que contra él se han levantado fuerzas más poderosas que las coaligadas contra Luis XIV». A la sazón, Federico II de Prusia combatía contra la coalición de Rusia, Francia, Austria y Suecia en la Guerra de los Siete años (1756-63). Se comprende el asombro de Voltaire: viajeros posteriores se referían a Prusia como «zona arenosa, llana, cenagosa, baldía» o «vasta región de arena desnuda y abrasadora; aldeas, pocas y alejadas entre sí y bosques de abetos raquíticos...». Partiendo de bases tan pobres, los Hohenzollern crearon allí un poderoso reino que se enfrentó a grandes alianzas impotentes para cortar las alas al águila prusiana.

La clave, según sus defensores, fue el trabajo, la administración austera, honesta y eficaz, la educación nacional avanzada (el país más alfabetizado del mundo en el siglo XIX), un código civil moderno y progresista, los políticos desinteresados, la tolerancia religiosa e ideológica, un ejército nacional disciplinado y bien adiestrado, una moderna escuela de guerra... Con esos mimbres Federico II y sus sucesores convirtieron Prusia en el reino germano más poderoso, cosecharon victorias militares asombrosas y unificaron Alemania.

Sus detractores sólo ven autoritarismo, servilismo, militarismo, «pestilencia recurrente» (Chur-chill), caldo de cultivo para la muerte de la democracia y el triunfo del nazismo. Tal opinión, dominante entre los vencedores de la II Guerra Mundial, provocó la Ley nº 46 del Consejo de Control Aliado (25/2/ 1947) por la que «El estado prusiano, junto con su Gobierno central y todos sus organismos, queda abolido». En adelante, Prusia sólo perviviría en la Historia, como Cartago o Esparta.

Prusia: el chivo expiatorio de Alemania

Convirtieron a Prusia en un chivo expiatorio apropiado para explicar la I y II Guerras Mundiales. En 1947 era cómodo decir: «Prusia fue la perdición de la Alemania Moderna y de la Historia Europea» porque buena parte de su territorio ya formaba parte de Polonia; su núcleo original –Brandemburgo– y territorios limítrofes constituían la Alemania del Este, bajo ocupación soviética, y en los territorios del Oeste, administrados por EE UU, Gran Bretaña y Francia, nadie se erigiría en defensor del cadáver e, incluso, a la mayoría de los alemanes les interesaba, sacudiéndose así las responsabilidades nazis que pudieran corresponderles.

Barrer de un plumazo

Siete décadas después, Chris Topher Clark, un historiador australiano profesor en Cambridge, ha publicado «El reino de hierro. Auge y caída de Prusia. 1600-1747» (La Esfera de los libros, Madrid, 2016), un libro tan bien documentado como valiente, que desmonta la falacia sobre la que se basó la erradicación de Prusia del mapa de las naciones. Uno de los caballos de batalla de Clark en esta obra es que «Prusia era un estado europeo mucho antes de que se convirtiera en un estado alemán. Alemania no fue una realización de Prusia, sino su ruina».

En el ocaso medieval, Brandemburgo era una región inhóspita, cuyas tierras apenas producían una cosecha cada cinco años, carecía de fronteras naturales, de materias primas explotables, de acceso al mar..., pero contaba con algo que la hacía codiciable: su señor era uno de los siete electores del emperador del Sacro Imperio romano germánico. En 1417, el Emperador Segismundo se lo vendió a Federico Hohenzollern, señor de Núremberg, agradeciéndole los servicios prestados en sus guerras contra los turcos y en su consagración imperial.

Durante los dos siglos siguientes, los margraves (marqueses) de Brandemburgo acrecentaron sus posesiones con matrimonios y alianzas, gobernándolas desde Berlín, una pequeña ciudad con apenas diez mil habitantes, pronto sustituida por Königsberg, histórica ciudad báltica que fue capital entre 1525 y 1701.

Enfermeras ayudando a soldados germanos en Allenstein

Personaje determinante entre los Hohenzollern fue Federico Guillermo (1620-1688), al que su bisnieto, Federico El Grande, atribuía las «sólidas bases del reinado»: sometió a los estados, que se consideraban súbditos del elector pero sin vínculos entre ellos, generalizó los impuestos, pacificó a los bandos religiosos y fundó de un ejército permanente, eliminando las milicias. En su lecho de muerte decía: «Todos conocen el desorden del país cuando comencé mi reinado. Lo he mejorado con la ayuda de Dios. Hoy soy respetado por mis amigos y temido por mis enemigos».

Su hijo Federico III (1657-1688) aprovechó la situación internacional y su madurez administrativa y para pasar de margrave (1688-1701) a rey de Prusia (1701-1713), con el nombre de Federico I, reconociéndole el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y de Austria a cambio de su apoyo militar en la guerra de Sucesión de España, en favor de las pretensiones del archiduque Carlos y en contra de los intereses de Felipe V. La Historia le recuerda por la conversión del margravato en reino por el nombre de Prusia, originario de una nación báltica, vecina a Lituania y ya desaparecida; por el establecimiento de Berlín como capital y por el boato de su corte, lo que contribuyó a su prestigio internacional.

«El rey sargento»

Su heredero, Federico Guillermo I (1688-1740), fue todo lo contrario: en vez de afable, brusco y desabrido; en vez de generoso, avaro; en vez de derrochador, administrador estricto; en vez de disfrutar con artes y letras, sólo era feliz con el ejército, al que llevó de 40.000 a 80.000 hombres, procedentes de reclutamiento obligatorio. Le llamaron «El rey sargento», y le ha sobrevivido su fama de violento y melancólico, pero fue, también, el artífice de la reforma agraria y del saneamiento de 65.000 hectáreas de marismas, de la supresión de los privilegios fiscales nobiliarios, de una administración eficaz y honesta. Se le recuerda por su ejército, tan desproporcionado como bien adiestrado y mandado, pero se olvida que durante su reinado Prusia no acometió aventuras exteriores y que se dedicó a crear las estructuras sobre las que se desarrollaría el país.

Uno de los «culebrones» en la joven Prusia fueron las relaciones entre el rey y su heredero, el príncipe Federico (1712-1786). Al rey Sargento le enfurecía que su hijo se cayera continuamente del caballo o temblara ante el fuego de la mosquetería y que sólo le interesara la poesía, la literatura francesa y la música; que en vez de cultivar la esgrima dedicara horas a tocar la flauta o que le atrajeran más los guapos oficiales de la guardia que las muchachas de palacio. Combatió tales inclinaciones a bofetadas y, ante un intento de abandonar clandestinamente Prusia, le metió en la cárcel y le obligó a contemplar la decapitación de su cómplice.

Soldados tomando café en Lotzen (al este de Prusia)

No podía imaginar que aquella calamidad de hijo fuera a convertirse en el Marte del siglo XVIII, vencedor en las dos guerras de Silesia y artífice de un milagroso acuerdo en la Guerra de los Siete Años; sus victorias admiraron al propio Napoleón, aunque a él le complaciera más el sobrenombre de rey Filósofo y la lisonja que le dedicó el gran filósofo Immanuel Kant, su compatriota y contemporáneo: «La era de la ilustración» es sinónimo de «la era de Federico». Pero la Historia le recuerda como el caudillo del gran ejército de la época con el que duplicó la extensión de Prusia convirtiéndola en el primero de los estados alemanes. Y sería su victoria en Silesia el gran argumento para calificar Prusia de estado agresor, olvidando interesadamente que ése era el signo de los tiempos: como Austria en los Balcanes, Inglaterra en Gibraltar, Francia en Bélgica, las potencias coloniales en la destrucción de reinos africanos y asiáticos para apoderarse de sus territorios y recursos, Rusia en Polonia, Estados Unidos en México y en los territorios de los pieles rojas. Tras las guerras napoleónicas se encerró a Bonaparte en Santa Helena, pero no se produjo el disparate de abolir Francia, como se hizo con Prusia en 1947.
El taconeo de los oficiales dandies

La identificación de Prusia y nazismo se corresponde más con los prejuicios que con los hechos. El premier británico, Churchill, hablaba del «terrible ataque de la máquina de guerra nazi con sus oficiales prusianos, esos dandies con sus sonidos metálicos y su taconeo»; su segundo, Atlee, opinaba que «el verdadero elemento agresivo de la sociedad alemana eran los junkers prusianos». Pero Prusia tenía el más democrático de los «landtag» (parlamento), pero fue disuelto por los nazis con el apoyo conservador. La cúpula dirigente nazi no era prusiana. Tampoco lo eran los militares. Hitler odiaba a los junkers (nobleza terrateniente prusiana) y a sus generales. Y si se unieron al nazismo esperando la recuperación alemana y la revancha de 1918, también fueron los más comprometidos en el atentado de Von Stauffenberg (1944), eliminado en las represalias consiguientes, lo mismo que los generales Witzleben, Olbricht, Fromm, Fellgiebel y muchos otros prusianos, encabezados por medio centenar de junkers.

Source: La Razon (España)
http://www.larazon.es/cultura/prusia-el-chivo-expiatorio-de-alemania-HN13787264#.Ttt1NDybPZDCSEa

Thursday, May 19, 2016

Viaje de ida y vuelta al infierno

'Descenso a los infiernos', de Kershaw, es un libro claro y preciso sobre la historia de Europa que ilustra la importancia de la Primera Guerra Mundial en el devenir del continente

Julián Casanova
19 MAY 2016 - 19:32 CEST

Un momento de la firma del Tratado de Versalles en 1919. Bettmann (Corbis)
La Primera Guerra Mundial, que decidió el destino de Europa por la fuerza, tras décadas de primacía de la política y de la diplomacia, ha sido considerada por muchos historiadores como la auténtica línea divisoria de la historia de Europa del siglo XX. Ian ­Kershaw, acreditado historiador de Hitler y de la Alemania nazi, comparte plenamente esa tendencia, consolidada desde que Eric J. Hobsbawm comenzara en 1914 su ya clásico relato del “siglo XX corto”. Europa, que se había jactado de ser “el culmen de la civilización”, cayó entre 1914 y 1945 en la “sima de la barbarie”, hizo un viaje de ida al infierno en la primera mitad del siglo XX, para volver de él en la segunda.

Nada antes de 1914 había preparado el mundo para lo que iba a suceder, aunque la violencia había esparcido ya sus semillas. Por eso ­Kershaw emplea los primeros capítulos para identificar los componentes básicos que desde el siglo XIX allanaron el camino a la violencia que afloraría desde 1919: el nacionalismo étnico-racista; el imperialismo colonial; los conflictos de clase, agudizados por el triunfo de la revolución bolchevique, y una crisis prolongada del capitalismo.

Fue en Alemania donde el acoplamiento de esos cuatro elementos de la crisis se manifestó en su forma más extrema, tras cimentar Hitler su control dictatorial del Estado, y llegó a su punto culminante, en la Segunda Guerra Mundial, en el centro y este de Europa, las zonas más desestabilizadas del continente, principal escenario del genocidio y de la destrucción de todos los ideales de civilización surgidos desde la Ilustración.

Al conflicto bélico iniciado en 1914 se le puso la etiqueta de que había sido “una guerra para acabar con la guerra”, pero preparó el camino para otra aún mayor. Y Kershaw explica por qué esas esperanzas se evaporaron con rapidez y cómo Europa construyó los cimientos de una “peligrosa triada ideológica” —comunismo, fascismo y democracia liberal— que rivalizaron por imponer su dominio.
Viaje de ida y vuelta al infierno

La crítica a la democracia ganó terreno tras los desastres de la guerra y con el miedo a la revolución y al comunismo que llegaban desde Rusia. Tras la Gran Depresión, que comenzó a sentirse con fuerza a partir de 1930, la democracia aguantó sólo en unos pocos países y un nuevo autoritarismo, representado por los fascismos y los movimientos populistas de derecha radical, triunfó en todos los demás, en un continente económica y políticamente roto.

El orden pactado de posguerra se desmoronó. La política de rearme emprendida por los principales países desde mediados de los años treinta creó un clima de incertidumbre y crisis que redujo la seguridad internacional. El comercio de armas se duplicó desde 1932 hasta 1937. Importantes eslabones en esa escalada a una nueva guerra fueron la conquista japonesa de Manchuria en 1931, la invasión italiana de Abisinia en 1935 y la intervención de las potencias fascistas y de la Unión Soviética en la guerra civil española. Pero lo que realmente cambió el escenario de la política internacional fueron las pretensiones revisionistas y ambiciones expansionistas de Hitler.

Esa crisis se resolvió por las armas, en una guerra combatida por poblaciones enteras, sin barreras entre soldados y civiles. Según ­Kershaw, a diferencia de la guerra de 1914-1918, “el genocidio constituyó la razón de ser misma” de la de 1939-1945, “un ataque contra la humanidad sin precedentes en la historia”. Toda la construcción de la cultura burguesa e imperial de Europa se hundió en el abismo en tres décadas.

Pero del apocalipsis emergió una Europa cambiada por completo. Estados Unidos y la Unión Soviética pasaron a ocupar el vacío dejado por la desaparición de las grandes potencias, con Alemania destruida y Francia y Reino Unido muy debilitadas. Mientras que la primera de esas guerras del siglo XX había dejado un legado de convulsión, la segunda, una catástrofe todavía peor, dio luz a un periodo de estabilidad imprevisible y, en la mitad occidental, a una prosperidad incomparable. Kershaw cierra el libro, y anuncia la continuación, con una explicación de los elementos que interactuaron para crear la simiente de esa transformación, desde el fin de la ambición de gran potencia de Alemania, hasta la división en dos bloques y la nueva amenaza de guerra atómica.

Esta historia de Europa de Kershaw no destaca por las nuevas aportaciones que hace, sino por el modo en que la cuenta e interpreta. Los mejores historiadores huyen de esos pesados manuales elaborados con una suma de historias nacionales. El telescopio sustituye al relato detallado y la escritura clara y precisa se aleja de las complejas narraciones supuestamente más científicas. La historia sale ganando y el lector lo agradece. Sobre todo cuando detrás de ella está alguien tan experto y documentado.

Descenso a los infiernos. Europa 1914-1949. Ian Kershaw. Traducción de Joan Rabasseda y Teófilo de Lozoya. Crítica. Barcelona, 2016. 769 páginas. 31,90 euros

Source: El País (Spain)
http://cultura.elpais.com/cultura/2016/05/16/babelia/1463409144_863157.html

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